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Cristina Grande

EN LAS REBAJAS

La fila avanzaba muy poco. Era el segundo día de rebajas. Había ido en busca de un vestido vaporoso que no encontré. Me probé una chaqueta de angorina. La cosa se animaba. Me acordé de las rebajas de invierno en unos almacenes de Edimburgo, donde las prendas se amontonaban en el suelo como malas hierbas recién segadas, pisoteadas por estampidas de ganado. Aquí, afortunadamente, nunca he visto nada parecido. La chaqueta acabó en manos de una mujer cuya cara me resultaba familiar, más familiar aún cuando vi los rasgos de su hija adolescente, tan parecidos a los de aquella compañera de curso a quien perdí la pista hace años. La chica se negaba a probarse la chaqueta. Su madre insistía. En ese momento, eterno momento, es sólo cuestión de matices y sutilezas conseguir que un día de rebajas no acabe en una discusión. Ambas partes cedieron un poco, incluso se pusieron a bromear sobre la utilidad de una chaqueta de angorina con manga corta. Ni para verano, ni para invierno. Sólo costaba 2’95 euros. Finalmente se la quedaron, sin necesidad de probarla. Las envidié. Mientras una de ellas hacía fila para pagar, la otra iba y venía con una camiseta, una blusa, un minivestido blanco, un pareo, unas chancletas rosas, un blusón étnico, y decía “Mira esto, mira esto”. Seguí un rato revolviendo camisetas hasta que se fueron. Me habría gustado seguirlas a otras tiendas porque parecían felices con sus adquisiciones. Para vencer la sensación de que mi día de rebajas iba a acabar en un fracaso, me quedé con las chancletas rosas que madre e hija habían descartado en el último momento.

Heraldo de Aragón (7-7-2009)

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