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Cristina Grande

EN CONSTRUCCIÓN

Desde mi ventana veo obras por todas partes (la calle Mayor, el Mercado de San Vicente de Paúl, la calle de San Lorenzo, el patio de vecinos de una finca colindante...). Y oigo a mi vecino de arriba con el berbiquí haciendo agujeros en cada una de las habitaciones. Creo que me estoy haciendo vieja. Antes me gustaba Zaragoza precisamente por ser una ciudad que se reinventa constantemente, que no teme a la piqueta, que ha desarrollado –tras los Sitios, seguramente- un gusto casi enfermizo por lo nuevo. Pero últimamente me pregunto: “pá qué tanto”. No es sólo por los comerciantes, que sufren grandes pérdidas cuando sus calles se convierten en Beirut; ni por los ciudadanos, que también; sino por la propia ciudad, a la que me parece oír quejarse como yo me quejo, gruñendo con la espalda encorvada. Creo que siempre he sido vieja, como Zaragoza, una vieja que quiere parecer joven, y ya ha olvidado cuándo empezó a ponerse potingues en la cara. La cosa es que mantenerse joven resulta muy cansado a veces, y una desearía representar su verdadera edad, y dejar de escuchar piropos falaces. La serenidad debería ser una cualidad en alza, pero los relojes marcan muy deprisa. He acompañado a una anciana turista, gorda y coja, hasta el paño mudéjar de la Seo. Le doy explicaciones, señalo aquí y allá, como las azafatas señalan las salidas de emergencia en los aviones, y cuando voy a seguir mi camino hacia la oficina de Ibercaja, me dice: “Señorita, se ve que usted ama su ciudad”. Son las doce, desde hace semanas el “Bendita y alabada” se reinicia solo y luego se interrumpe bruscamente.

HERALDO DE ARAGÓN (18-8-2009)

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