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Cristina Grande

GIROLA

A pesar de todo, la primavera siempre es primavera. Vamos camino del Moncayo. Los frutales han florecido con cierta contención, como ajustándose a las circunstancias. Las últimas lluvias han hecho que los campos y cunetas se cubran de humildes rabanizas blancas que me dan un gran consuelo. También el Moncayo está todo blanco, imponente, bajo un sol que ilumina el maravilloso espejismo. Me acuerdo de José Antonio Labordeta, de una mañana en que grababa Tarazona para su “país en la mochila”, hace ya unos cuantos años. Ese día comimos en el Mesón del Aceite. Hay recuerdos que se niegan a desaparecer. Me acuerdo de Daniel Mena Ventura. Me acuerdo también de la primera vez que fui a Tarazona. Mi amiga Adelina tuvo allí su primer trabajo como profesora de instituto. Por aquel entonces la catedral estaba a punto de cerrar, si no estaba ya cerrada, y lo cierto es que no la vi. Así que la visita, esta vez, me ha hecho doblemente feliz. Me acerco a escuchar las explicaciones de una guía en el interior de la catedral. Según ella las pinturas de la girola son “horrorosas”, tanto por su factura como por representar a los ángeles caídos. A mí me parecen deliciosas, incluso modernas, y llenas de sentido del humor. Y la palabra “girola”, que es más bonita que “deambulatario”, resuena luego en mi cabeza, mientras nos tomamos unas gambas con gabardina en un bar llamado Palermo. Afuera, al sol, tres hombres vestidos de negro siciliano confirman que estoy elaborando uno de esos días que no se olvidan.

HERALDO DE ARAGÓN (27-3-2012)

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