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Cristina Grande

MONTEARAGÓN

Antes de irme de vacaciones dejé un ramo de rosas en mi mesilla de noche. Estaban aún frescas y olían maravillosamente, a rosas de las de antes, y daba pena deshacerse de ellas. Al volver, las encontré marchitas, casi secas, pero seguían siendo hermosas. Sin embargo, en la encimera de mármol de la cocina había un montón de moscas muertas, negras y feas, que daban horror y ganas de gritar. La noticia de la muerte de Javier Tomeo me había sorprendido en la costa cantábrica y tenía el ánimo por los suelos. Cuando Ismael Grasa me dijo que finalmente Tomeo sería enterrado en Quicena, sentí algo parecido a un pequeño consuelo, y entonces pude abrir “El castillo de la carta cifrada”, donde Tomeo había dibujado la silueta del castillo de Montearagón al final de un camino sinuoso. El dibujo estaba coloreado con pinturillas y fechado en Cadaqués, a 4 de julio de 1998. Recuerdo aquel verano. Recuerdo el flexo metálico siempre encendido que había caído sobre un radiocasete y había derretido parte del aparato. Recuerdo que intenté explicarle a Javier cómo poner en marcha la lavadora del apartamento, y recuerdo que se paró a tomar aire bajo una higuera una tarde en que nos empeñamos en subir una de las cuestas del pueblo. Fue entonces cuando contó lo de la holandesa con la que estuvo casado. Siguió en su coche al tren en el que ella escapaba de Barcelona, y derrotado se detuvo en Cadaqués, donde se encontró muy a gusto año tras año. Así es la vida. Siempre he imaginado que era muy hermosa la holandesa.

HERALDO DE ARAGÓN (4-7-2013)

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