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Cristina Grande

PASTILLAS

Mi médico de cabecera dice que tengo que controlar la tensión arterial. He acudido al consultorio para renovar la fecha de dispensación de la receta electrónica y en seguida me veo con el manguito del aparato apretándome en el brazo. Desde que se jubiló mi farmacéutica (y ya no tengo, por tanto, facilidades para conseguir las medicinas), voy apurando los blisters de Losartán hasta el momento en que no queda ni una pastilla. Mi médico de cabecera quiere cambiarme la medicación pero sabe que soy cabezota y voluntariosa. Le digo que le tengo fe a la que tomo diariamente, la que me recetó mi cardiólogo hace catorce años. Soy consciente de que vivo gracias a las medicinas, así que acepto añadir una más a mi desayuno. Con la cena preferiría no tomar pastillas, le digo con cara de buena. No hace falta que le explique que, pasada la primera hora de la mañana, después de ver mi imagen en el espejo y superar un desánimo existencial, arrincono en algún oscuro lugar de mi cerebro la idea de que ya no soy una joven sana con toda la vida por delante. Y hasta la mañana siguiente vivo sin pensar en pastillas ni enfermedades. Salgo del consultorio cuando el sol brilla en lo más alto. El viento me empuja calle arriba, como a las hojas caídas de los ailantos. Hay árboles que por algún extraño motivo se empeñan en conservar sus frutos agarrados a las ramas cuando ya perdieron todas las hojas. Entro en una farmacia y salgo de ella con mis pastillas en el bolso. El viento me empuja calle arriba.   

HERALDO DE ARAGÓN (9-12-2014)

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