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Cristina Grande

EL OREJERO

“Las tardes de los domingos se me hacen eternas”, dice mi madre, que casi nunca sale ya de su casa. “Las películas son malísimas y se me cansa la vista de leer tanto”, continúa diciendo sentada en su orejero verde. El orejero perteneció antes a mi abuelo José Grande. Estaba tapizado en tela a cuadros rojos y negros cuando mi madre llegó a Haro recién casada. Luego mi abuelo se mudó con la hermana de mi padre y sus discos de ópera, y el orejero se quedó con nosotros. Mi padre (José Grande II) solía dormirse en él después de cenar. Siempre cenábamos antes de las nueve, de manera que en estas fechas, cuando ya el día alarga muchísimo, mi hermano (José Grande III) se negaba a cenar mientras siguiera siendo de día. La casa olía a espárragos blancos, cocidos unas horas antes, y por la ventana de la cocina el cielo del atardecer enrojecía como si hubiera un incendio en el monte Toloño. Mi padre intentaba no quedarse dormido en el orejero, sabía que por la mañana despertaría demasiado temprano y saldría a despejarse por El Pardo, desde donde se veía el Toloño, Peñas Gembres, y el río Ebro cruzando de parte a parte. Tras la muerte de mi padre el orejero quedó sin ocupante durante siete años, hasta que cerramos la casa de Haro y trajimos los muebles a Zaragoza. Se veía un poco raído y decidimos retapizarlo. El tapicero descubrió que debajo de la tela a cuadros había una tapicería verde casi idéntica a la que habíamos elegido. De forma instintiva creo que ese trono con orejas nos sobrevivirá a todos.

HERALDO DE ARAGÓN (19-5-2015)

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