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Cristina Grande

SEÑALES

Elsa cambió de vida de forma radical. Era una urbanita cinéfila y amaxofóbica, y un verano (hace cinco años) aceptó un trabajo en un hotel de alta montaña. No ha cambiado mucho desde entonces, al menos en apariencia. Tiene la misma sonrisa, la mirada igual de verde, el pelo negro y brillante y el mismo caminar de largas zancadas. Me asombra cuando me dice que ha aprendido a esquiar, que ahora tiene un coche muy majo con el que sube y baja por esas endemoniadas carreteras, que ha recorrido a pie y en solitario todos los caminos de los alrededores. Su hermana no entiende que le guste aquello, para ella todos los caminos y todas las gamas de verde son sinónimos de aburrimiento. A Elsa, sin embargo, le gusta caminar incluso en la oscuridad más absoluta, dejando atrás las luces del pueblo. A mí me produce una gran admiración su sabiduría, la sensación que transmite de haber encontrado un lugar en el mundo. Sé que a ella le gustaría darme una pista aunque no me sirviera para nada, sólo porque intuye que en medio de las soledades yo estoy completamente perdida. Nos hemos tomado un par de vinos mientra España jugaba contra Chile y charlábamos ajenas al resultado. Después salimos a pasear por las afueras del pueblo. La luna llena está a punto de asomar por detrás de una montaña. Casi a ciegas la sigo por una negra carreterilla, hasta que nos damos cuenta de que hemos olvidado el paraguas en el bar de la plaza. Desandamos nuestros pasos precedidas por unos cuantos murcielaguetes. La luz de una farola me parece entonces una señal en el camino.

HERALDO DE ARAGÓN (29-6-10)

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