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Cristina Grande

ALMENDRICOS

    Marzo mayea y me dicen que ya se han helado los almendros. Año tras año me asombra la ingenuidad e imprudencia de los frutales que florecen antes de tiempo. Mi abuelo se disgustaba enormemente cada vez que comprobaba que tampoco ese año cogería ni una almendra. Hablaba entonces de arrancar aquellos estúpidos árboles y sembrar cebada en su lugar. Pero nunca lo hizo. Su almendrar era como un hijo díscolo por el que sentía debilidad. Con la comida en la boca, y mi abuela a su lado, o bien él solo, recorría contra el cierzo los siete kilómetros que distan del pueblo al almendrar. Se detenía un poco antes de llegar para contemplar de lejos su belleza en flor, o para tomar aliento presintiendo que la noche de Viernes Santo los almendricos habían sucumbido bajo el cielo raso. Todos tenemos debilidades. La gente de orden quizás pueda permitirse grandes debilidades. Fatídica Semana Santa. Arrancar el almendrar habría sido como echar de casa al hijo díscolo y encantador que siempre suscita zozobra. Mi madre heredó esa finca. Asumió esa herencia ruinosa con cierta resignación. Nunca se atrevería a arrancar esos árboles y ni siquiera se atrevería a vender (porque “el que vende acaba”, decía siempre mi abuelo). Para mi madre, que no sabe nada de agricultura, el almendrar es un símbolo. Ella y sus hermanas plantaron de niñas algunos de esos ingenuos árboles, que siguen empeñados en comportarse como jóvenes impetuosos a pesar de haber pasado más de sesenta años. Son de una variedad (desmayo, creo) del todo inapropiada para el clima de los Monegros. Habría que injertarlos, o arrancarlos, mejor. Pero ahí siguen, para recordarnos algo, algo escrito en un lenguaje indescifrable.

Publicado en Heraldo de Aragón (Huesca el 16-3-2008)


1 comentario

Carlos Grande -

Nunca entendí porque el apellido Grande significa escribir. Colecciono libros de escritores que apellidan así. Quizá tengamos un antepasado común que enloqueció con los libros y la escritura como le sucedió a D. Qijote.