MI LUGAR
Yo no sé cómo se lucha contra la despoblación. Me crie en un pueblo, pero estaba en mi código genético que un día me iría a la ciudad. Para mí la ciudad era algo abstracto, un destino incuestionable, y luego me costó adaptarme al asfalto y al bullicio permanente. Zaragoza resultó, sin embargo, una madrastra ideal, enrollada, generosa y poco exigente. Le debo mucho, por no decir todo. Y creo que en Zaragoza encontré mi lugar en el mundo. Pero todo tiene un precio. Las aglomeraciones me asustaban, y eso no lo he podido superar del todo. En plenas fiestas del Pilar, nos volvemos locos los que vivimos en el casco histórico. Y escapamos a la casa del pueblo para vivir tranquilos. Los niños y los viejos estamos mejor en los pueblos. Incluso cuando llega el mal tiempo. El tejido social es limitado, pero auténtico, y no depende de las redes virtuales. Los amigos llaman a la puerta de casa. Tomamos vermú y olivas rellenas. Hacemos tertulia. Brindamos para celebrar que seguimos vivos. Y por la tarde, cuando nos quedamos solos, nos atrincheramos tras una pila de libros mientras el sol se derrumba por el horizonte. La oscuridad y el silencio se hacen amables. No hay por qué tener miedo. Siempre fui miedosa, y un poco valiente a ratos. Tenía miedo a morir joven, a no tener tiempo suficiente para cumplir mis sueños, que eran inconcretos y por tanto inexistentes. También tenía miedo a la vejez y a las murmuraciones. Mi ciudad me enseñó a olvidar los miedos. Me enseñó que se puede ser libre casi en cualquier sitio.
HERALDO DE ARAGÓN (8-10-2019)