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Cristina Grande

AROMAS

Una de mis mejores amigas va a ser madre. Pongo mi oído en su vientre, como si espiara a un vecino a través de una pared, y me parece oír el latido de un corazón chiquitín. Estamos en el campo, de pie bajo un ciruelo de dulce aroma. Nos hemos puesto sombreros y gafas de sol. Posamos sonrientes para la cámara. Me da un poco de reparo mostrarme demasiado feliz. Como soy de naturaleza desconfiada tengo miedo de que los hados puedan arrebatarme este instante de felicidad si la exhibo descaradamente. Cruzamos el río Aranda y seguimos hasta la Juntura con el río Isuela. Un par de niños juegan en el agua con barquitos de plástico que ponen sobre la corriente y recogen un poco más abajo, casi donde muere el río. El agua del río Isuela es más clara que la del río Aranda. Por las alturas planean majestuosos buitres de alas brillantes que me hacen pensar en los ángeles cinematográficos de Wim Wenders. Es uno de esos momentos en los que querría ser capaz de pronunciar una frase elocuente, profunda y filosófica, pero lo único que se me ocurre es preguntar a uno de los niños si el agua está muy fría. El niño me mira extrañado. Está normal, responde con cierta displicencia. Mi amiga dice que huele a hierbabuena. Desde que está embarazada su olfato se ha agudizado, y el mío también. Hay tanta vegetación a nuestro alrededor que nos cuesta dar con la planta aromática. También huele a río, a melocotones, a hinojo y a eternidad. 

HERALDO DE ARAGÓN (23-8-2016)

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