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Cristina Grande

CUADERNO MALAYO

A veces, al regresar de un corto viaje, tienes la sensación de que alguien ha estado en casa aprovechando vuestra ausencia. Una especie de malestar difuso se instala en el cerebro cuando ves tus gafas de lectura colocadas boca abajo. Desde que llevas gafas tienes la precaución, casi manía, de que los cristales no se rocen con las superficies de las mesas. Luego ves que te dejaste un armario abierto y te quedas un rato pensando cosas raras. No soy demasiado paranoica pero empiezo a sospechar que quizás, con la edad, ni siquiera podamos librarnos de los males más insospechados. La locura es uno de mis mayores miedos; el miedo a la locura es el único de mis miedos que no me puedo permitir. El malestar aumenta cuando voy a poner una colada y el mando de las revoluciones, siempre fijo a 800, se ha movido a 600. Un sudor frío me cae por las sienes. Junto al ordenador, un pequeño gnomo muy feo que salió de sorpresa en el roscón de Reyes, está tumbado boca arriba. Parece que se está desternillando de risa el gnomo feo. Lo enderezo y decido pasar de él. Abro un precioso cuaderno de tapas duras que mi amiga Rosa me ha traído de Singapur. Paso las hojas en blanco como si hubiese una respuesta entre sus delicadas rayas de color vainilla. La belleza del cuaderno malayo y la sonrisa de mi amiga Rosa consiguen devolverme la calma. Nada está escrito. Soy dueña de mi futuro y de todos mis miedos. 

HERALDO DE ARAGÓN (25-7-17)

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