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Cristina Grande

CALLE ARRIBA

Iba yo en un bus urbano hacia la plaza Aragón cuando vi a mi tía Amanda caminando por la acera calle arriba. Tu tía ha ido a la peluquería, había dicho mi madre al preguntar por ella un rato antes. Me extrañó que fuera en dirección contraria a la casa de mi madre. Pensé que iría a comprar una ensaimada mallorquina. Marqué su número de móvil, quería decirle que la veía muy guapa y estilosa con su nuevo peinado y su falda trapezoidal, pero no contestó. Hay cosas que deben decirse en el momento. Aunque es muy cariñosa, no siempre hemos estado de acuerdo ella y yo en nuestros planteamientos vitales. Desde mi asiento a contramarcha y a velocidad de travelling cinematográfico vi a mi tía caminando, sin que ella me viera a mí, y en ese instante me di cuenta, como en una especie epifanía irrepetible, de lo mucho que la quiero. Pensé que si no volviera a verla por cualquier imprevisto que pudiera sucederme a lo largo del día -que me diera un infarto, que sufriera un atropello cruzando indebidamente, que alguien me apuñalara sin venir a cuento, o cualquier otra desgracia- me daría mucha rabia no haberle dicho que le favorecía ese nuevo corte de pelo. Mi tía Amanda sale bastante en estos artículos semanales que forman ya una gran columnata. Ella vive en Madrid hace cuarenta años y no suele leerme, pero la distancia física no ha conseguido alejarnos. La veo caminar y me veo a mí misma, y pienso que las mujeres de mi familia somos un poco salmónidas, siempre calle arriba remontando la corriente.

HERALDO DE ARAGÓN (9-6-2015)

 

EL OREJERO

“Las tardes de los domingos se me hacen eternas”, dice mi madre, que casi nunca sale ya de su casa. “Las películas son malísimas y se me cansa la vista de leer tanto”, continúa diciendo sentada en su orejero verde. El orejero perteneció antes a mi abuelo José Grande. Estaba tapizado en tela a cuadros rojos y negros cuando mi madre llegó a Haro recién casada. Luego mi abuelo se mudó con la hermana de mi padre y sus discos de ópera, y el orejero se quedó con nosotros. Mi padre (José Grande II) solía dormirse en él después de cenar. Siempre cenábamos antes de las nueve, de manera que en estas fechas, cuando ya el día alarga muchísimo, mi hermano (José Grande III) se negaba a cenar mientras siguiera siendo de día. La casa olía a espárragos blancos, cocidos unas horas antes, y por la ventana de la cocina el cielo del atardecer enrojecía como si hubiera un incendio en el monte Toloño. Mi padre intentaba no quedarse dormido en el orejero, sabía que por la mañana despertaría demasiado temprano y saldría a despejarse por El Pardo, desde donde se veía el Toloño, Peñas Gembres, y el río Ebro cruzando de parte a parte. Tras la muerte de mi padre el orejero quedó sin ocupante durante siete años, hasta que cerramos la casa de Haro y trajimos los muebles a Zaragoza. Se veía un poco raído y decidimos retapizarlo. El tapicero descubrió que debajo de la tela a cuadros había una tapicería verde casi idéntica a la que habíamos elegido. De forma instintiva creo que ese trono con orejas nos sobrevivirá a todos.

HERALDO DE ARAGÓN (19-5-2015)

EUPHORBIA

Aún vive la flor de pascua que compramos antes de Navidad. Alguien dijo que ya podía darla por perdida, que es una planta de temporada. Lo cierto es que sólo conserva unas pocas hojitas rojas en lo alto de los tallos. Ya tiene el entierro pagado, dice mi madre, que sigue regándola sin embargo, como hace con la orquídea que lleva siete años seguidos dando flores. Hace unos días, en un restaurante del barrio de Torrero vi una flor de pascua muy hermosa junto a un ventanal del comedor. Si aquí ha sobrevivido por qué no puede sobrevivir dentro de casa, pensé. Afuera se presentía la primavera. A medio día entra un rayo de sol por mi ventana por primera vez en muchos meses. No es momento de morir, le digo a la flor de pascua que en realidad se llama Euphorbia Pulcherrima. Tengo la certeza, casi absoluta, de que mis geranios de Arándiga se han secado mientras tanto. Quizás hace un mes que no los veo y calculo que ha llovido muy poco últimamente. Por eso, tal vez, tengo tanto empeño en que no se me muera la Euphorbia. A veces, cuando no puedes cuidar a alguien que te importa, te da por cuidar a quien con seguridad no necesita de tus cuidados. Siempre he creído que no tengo instinto maternal. Pero uno no acaba de conocerse porque somos muy recovecados los seres humanos. La Euphorbia, me da la impresión, está echando nuevas y mínimas hojas verdes. Está preciosa, dice mi madre con orgullo. Yo la veo raquítica y me limito a mirar los tallos con detenimiento, por si está rechitando a pesar de todo.

HERALDO DE ARAGÓN (10-3-2015)

EPIFANÍAS

En la puerta de casa me encuentro con mi vecino, Esteban, que lleva en la mano una publicación semanal de la diócesis de Tarazona en cuya portada, con grandes letras rojas, se lee “Epifanía del Señor”. La Epifanía del Señor ante los Reyes Magos es una de las fiestas católicas más antiguas de las que se tiene conocimiento, más antigua incluso que la misma Navidad. Epifanía significa manifestación, revelación. La mañana es luminosa y el Moncayo se ve nevado en la lejanía con una claridad inusual. Vamos de excursión a Belmonte de Gracián, siguiendo el curso del río Perejiles. Me hago una foto con la estatua de Baltasar Gracián, que a mi lado se ve como un gigante. El espacio Gracián no está abierto al público, pero lo que a mí me interesa en realidad es la casa natal de mi admirado escritor. En el sentido literario la epifanía, al modo de James Joyce en “Dublineses”, es una iluminación, el descubrimiento de una verdad íntima y esencial de la que no se tenía conocimiento. La casa natal de Gracián, frente a la magnífica iglesia mudéjar, parece estar en venta, o quizás sólo es una parte de la casa la que se vende. No me queda claro. Pido un vermú en el bar con los cristales más limpios del mundo. Desde allí veo las placas que pusieron las instituciones en el cuarto centenario del nacimiento del autor. Parece una casa con medallas. Rodéate de los mejores, decía Gracián en el Oráculo Manual. Desearía tener una epifanía, una intuición súbita. Me acerco a la estufa del bar a calentarme las manos.  

(HERALDO DE ARAGÓN. 6-1-2015) 

 

BALANCES

Voy en un bus de la línea 39 hacia Torrero. Frente a mí se sienta una mujer de edad incierta. Lleva sobre el regazo una rosa roja de floristería, envuelta con mucho celofán y acompañada de florecillas blancas. Va al cementerio, supongo, a depositar la rosa en la tumba de su padre, que murió hace unos años, supongo, y era quien mejor la comprendía. No se portó bien con él. Su cara me resulta familiar. Puede que la conociese hace mucho tiempo, cuando éramos estudiantes ella y yo. El año llega a su fin. Se contraponen los sentimientos. Hacer balance del año, como cualquier balance, nunca sale a cuenta. Qué caro nos sale ser elegantes, suele decir mi madre. Como soy agorera y pesimista, lo cual quiere decir que en mis noches de insomnio toda clase de desgracias desfilan ante mis ojos como la santa compaña, el año no resulta tan malo después de todo. Soñar cosas buenas -que todo se arregla, que no hay más guerras, ni horribles enfermedades, ni hambre, ni desamor- no suele estar a mi alcance porque temo a la desilusión tanto como al fracaso. La mujer de la rosa roja mira a un anciano empeñado en enderezar uno de esos agarraderos a los que no llegamos la mayoría de los zaragozanos. El hombre percibe nuestra mirada. Sonríe cuando consigue su propósito y percibe nuestro gesto de aprobación a dúo. Cree que somos hermanas. Lo cree hasta que todos se apean en la plaza de las Canteras, y me quedo sola con el conductor. Yo sigo un poco más. Siempre habrá tiempo para balances y cementerios.

HERALDO DE ARAGÓN (30-12-2014)

 

 

PASTILLAS

Mi médico de cabecera dice que tengo que controlar la tensión arterial. He acudido al consultorio para renovar la fecha de dispensación de la receta electrónica y en seguida me veo con el manguito del aparato apretándome en el brazo. Desde que se jubiló mi farmacéutica (y ya no tengo, por tanto, facilidades para conseguir las medicinas), voy apurando los blisters de Losartán hasta el momento en que no queda ni una pastilla. Mi médico de cabecera quiere cambiarme la medicación pero sabe que soy cabezota y voluntariosa. Le digo que le tengo fe a la que tomo diariamente, la que me recetó mi cardiólogo hace catorce años. Soy consciente de que vivo gracias a las medicinas, así que acepto añadir una más a mi desayuno. Con la cena preferiría no tomar pastillas, le digo con cara de buena. No hace falta que le explique que, pasada la primera hora de la mañana, después de ver mi imagen en el espejo y superar un desánimo existencial, arrincono en algún oscuro lugar de mi cerebro la idea de que ya no soy una joven sana con toda la vida por delante. Y hasta la mañana siguiente vivo sin pensar en pastillas ni enfermedades. Salgo del consultorio cuando el sol brilla en lo más alto. El viento me empuja calle arriba, como a las hojas caídas de los ailantos. Hay árboles que por algún extraño motivo se empeñan en conservar sus frutos agarrados a las ramas cuando ya perdieron todas las hojas. Entro en una farmacia y salgo de ella con mis pastillas en el bolso. El viento me empuja calle arriba.   

HERALDO DE ARAGÓN (9-12-2014)

ETERNIDAD

Un día te sonríe un poco la suerte y te ves con un dinerillo que no esperabas. Por fin te puedes permitir alguna bagatela que rondaba por tu cabeza. Te compras un par de pijamas de hombre de los de antes, de tela, con solapas tipo esmoquin y bolsillos grandes que solo encuentras en una vieja mercería del centro cuyo propietario, que te conoce de toda la vida, rebusca en un altillo polvoriento porque sabe que eres de ideas fijas y que no te irás sin lo que buscas; te parece importante vestir adecuadamente a la hora de ir a dormir. Y si no puedes dormir te paseas par la casa de forma digna, mejor que con una vieja camiseta heredada, y ves menos negro el futuro. Al día siguiente puedes ver sin apenas aglomeraciones la exposición de las momias en Caixaforum. Te asombra la obsesión de los egipcios por la eternidad, el inmenso esfuerzo que hicieron buscando el secreto de la vida eterna. De momento casi te parece una obsesión pueril, como tus obsesiones, pero al final reconoces que los egipcios de entonces consiguieron lo que buscaban: que miles de años después sepamos sus nombres y hasta conozcamos sus caras. Los muertos han sobrevivido de alguna forma. Te quedas embobada con los vasos canópicos para las vísceras, con los fetiches y hermosos amuletos (algunos se podrían copiar para sorpresas del roscón de Reyes), con la perfección de los vendajes, y con la imagen de Ramsés II, cuyo perfil muestra el rostro de un anciano simpático que parece reírse sin temor para toda la eternidad. 

HERALDO DE ARAGÓN (11-11-2014)

 

ROCKY

Estaba viendo Rocky II, que es de 1979, y parecía increíble que hubieran pasado treinta y cinco años. Para mi asombro la película había mejorado, y hasta Sylvester Stallone estaba muy digno, con sus ojos caídos y su aspecto de bobalicón que no lo es tanto. “Es lo único que sé hacer”, le dice Rocky Balboa a su mujer cuando decide volver al boxeo. Pasa algunas veces, aunque parezca mentira, que el tiempo recoloca las cosas. No es que cambie nuestra percepción, o quizás sí, pero tengo la sospecha de que en realidad algunas obras son como esos guisos que están mejor de un día para otro. No me gusta el boxeo, así que cuando empezó el combate encendí el ordenador para no tener que mirar todo el rato las sangrientas escenas. El ojo malo de Rocky era su debilidad. Para protegerlo, su entrenador le recomienda que luche con la derecha, que olvide que es zurdo. También suele suceder que no podemos dejar de ser lo que somos. Yo soy escritora, incluso cuando no escribo, incluso cuando pienso que erré mi camino, que podría haber hecho muchas otras cosas en la vida. En 1979 yo estaba estudiando el COU de Ciencias y pensaba estudiar Geológicas. No sé por qué después de la Selectividad, en junio de 1980, para asombro de mis padres, me matriculé en Filología Inglesa. Pasé el verano estudiando latín con el cura del pueblo, preparándome para una carrera que en teoría no me llevaba a ningún sitio. A estas alturas, sin embargo, puedo decir que escribir es como el boxeo para Rocky, “es lo único que sé hacer”.

HERALDO DE ARAGÓN (2-9-2014) 

LONG JOHN

Hace unos años pensé que debía visitar la tumba de mi padre. Sería la primera vez desde su muerte en 1983. Llevaría un ramo de claveles rojos. A él le gustaban los claveles rojos más que ninguna otra flor. De niña tuve una maceta en el balcón y los claveles se secaron al cabo de un tiempo porque yo no sabía que había que regarlos. A partir de entonces los claveles rojos me recordaban a mi padre. Tras su muerte muchas cosas, demasiadas, me recordaban a mi padre. Vivía en Madrid cuando se me ocurrió llevar una botella, en vez de un ramo, a la tumba de mi padre. Quizás la idea surgió del escaparate de una licorería en la que vi, entre muchas botellas, una de Long John, el whisky que le gustaba a mi padre. Durante los años setenta mi padre pasó del coñac al whisky gracias a sus primos de Bilbao. Uno de sus primos, Juan, era capitán de un barco llamado Patricia. El Patricia hacía la ruta Bilbao - Southampton y una vez subimos a bordo, y yo querría haberme hecho a la mar en ese instante. La botella de Long John de la licorería de Madrid debió de ser un espejismo. Nunca habían tenido esa marca, me dijeron cuando fui a comprarla unos días más tarde. Suelo fijarme en las marcas de whisky de los supermercados, buscando siempre la marca de mi padre. Fue en Andorra, hace una semana, cuando compré por fin la botella de Long John. Aunque no bebo whisky, obligué a Antoine a abrir la botella. Antoine viajó a bordo de El Patricia, y no yo. Le pedí que sirviera uno en vaso bajo, como hacía mi padre, y suspiré contenta.

HERALDO DE ARAGÓN (12-8-2014)

UNA TONELADA

Voy paseando con mi madre y le comento que no hay ninguna estación tan bonita como la primavera. Es más bonito el otoño, con su gama cromática en rojos y ocres, afirma ella. Hago un conato de responder que el otoño es triste y la primavera es alegre, pero acabo de caer en la cuenta de que olvidé felicitarle el día de la madre. Ni siquiera le regalé un ramo de flores, ni se lo regalé para el día de la Anunciación, como otros años. Por supuesto, no me lo tiene en cuenta, pero me siento un poco miserable. Mi madre no usa los mensajes de móvil, que nos sirven muchas veces para no dar la cara, y me propongo compensarla de alguna manera. Seguimos nuestro paseo. Noto que se fatiga. Paramos en el escaparate de una zapatería. Entramos a curiosear. Nos dirigimos a la estantería del treintaicinco, que no es su número, sino el mío. No hay casi nada. Luego vamos a su estantería. Se fija en unas alpargatas que nos gustan a las dos. Le pregunta al propietario si no las tienen en el treintaicinco. Esta niña es muy difícil de calzar, dice como excusándose. Ella no quiere comprarse nada. Me cuelgo el bolso en bandolera y cojo su bolso también, que pesa una tonelada. Después de fracturarse un brazo, cuando yo era niña, se acostumbró a llevar un saquete de perdigones en el bolso como parte de su rehabilitación. Desde entonces, no sale a la calle sin que el bolso le pese una tonelada. Le ofrezco mi brazo libre y volvemos a casa, así agarradas, como una madre y una hija que, con los años, se comprenden a la perfección.  

HERALDO DE ARAGÓN (6-5-2014)

TORPEZA

Estaba recogiendo la loza, despejando la cocina después de una fiesta familiar, cuando una copa de vino se escurrió de la encimera y se estrelló contra el suelo. Creo que habría podido salvarla en el aire, de tener mejores reflejos, porque su caída la vi a cámara lenta, como en un documental sobre las leyes fundamentales de la física con música de Richard Strauss. La noche anterior había visto “2001, una odisea del espacio”, que es una obra maestra que yo sigo sin entender, después de tantos años. El monolito siempre será un misterio para mí, un misterio insondable de extraña belleza. En la copa quedaba un poco de tinto de garnacha centenaria que, al caer, salió disparado dibujando en el aire un brevísimo signo de interrogación. La pregunta no se refería a la copa, condenada de antemano porque no hice nada para salvarla, sino a algo más metafísico, supongo. Con toda seguridad, algo relacionado con el monolito. Me hice un café para despejar las dudas. No es bueno hacerse demasiadas preguntas, y menos aún preguntas existenciales nada más levantarse por la mañana, después de haber soñado con fantasmas del futuro y de haber creído percibir el sonido de la nieve cayendo sobre el tejado. Los cristales rotos se habían expandido bien lejos, como todo en el universo. Recogí los restos y al verlos en el badil me sentí de repente contrariada, enfadada conmigo misma por mi torpeza. Y por el monolito. No me pareció apropiado reciclar la copa con los vidrios. En el suelo, la mancha de vino parecía sangre. 

HERALDO DE ARAGÓN (11-2-2014)

COMPENSACIÓN

Vi un arco iris doble el último día del año 2013. Pensé que era un buen augurio. Iba en un tren regional que venía de Lérida y se dirigía a Madrid. Los viajeros estaban puestos en pie, recriminándole al revisor la ausencia de la calefacción y que aquello no se podía soportar durante tantas horas. Me dejé el abrigo puesto y decidí mantenerme callada. El revisor lo había intentado todo y nos propuso que fuéramos a atención al cliente. En Cataluña, dijo alguien, cuando ocurre algo así, los viajeros se plantan delante de la locomotora hasta que Renfe pone otro tren, pero como aquí somos tan pocos… Una joven madre, que quizás viniera de Lleida, correteaba con su hija por el pasillo para entrar en calor. A la altura de Épila vimos el maravilloso arco iris doble que uno de los viajeros calificó como un regalo de compensación. Recordé que también vi un arco iris la última tarde del año 2009, y que escribí sobre 2009 como un año entre paréntesis. La crisis ya golpeaba fuerte y nadie pensaba que duraría tanto como una larga guerra. 2010 no fue un mal año para mí, después de todo, pues se fue arreglando con el paso de las estaciones. Al llegar a Morata de Jalón tengo los pies fríos y un doble arco iris en mi móvil. El segundo arco iris, más tenue y más alto, tiene los colores invertidos porque es producto de una doble o triple reflexión interna de la luz, o algo así. Entre los dos arcos el cielo es casi negro y se llana “zona oscura de Alejandro”. Tengo los pies fríos pero el corazón late contento.

HERALDO DE ARAGÓN (7-1-2014) 

SOL RADIANTE

Solemos intercambiarnos libros mi amiga Elena y yo. Ella vive en la montaña y baja al llano cuando allá arriba escasea el trabajo, es decir, en esas primaveras y otoños de todo cerrado fuera de temporada. “Mi vida querida”, de Alice Munro, será una de sus lecturas en ratos de descanso junto a la chimenea, este invierno que ha empezado con fuerza y le exigirá muchas horas de trabajo rodeada de nieve. El ejemplar de “Mi vida querida” había pasado antes por las manos de mi madre, que pertenece a la generación de la escritora canadiense. Mi madre leyó sus relatos con creciente entusiasmo, primero de forma aleatoria y luego con la convicción de que estaba ante una gran escritora. Ignacio Martínez de Pisón me la recomendó hace años y entonces leí “Las lunas de Júpiter”, que conservo en mi estantería de imprescindibles junto a Natalia Ginzburg y Ann Tyler. Se ha echado la niebla en el Valle del Ebro mientras escribo estas líneas. Sé que en la montaña tendrán un sol radiante. Tengo ante mis ojos un retrato de Alice Munro, que me parece una mujer bellísima. Su mirada es inteligente y despejada al mismo tiempo, como la de esas mujeres valientes que han perseverado en sus empeños a lo largo de toda una vida y han conseguido desprenderse de tópicos e imposiciones que habrían podido nublarlas en momentos de flaqueza.  La mirada de Alice Munro es para mí como ese sol que imagino por encima de las nubes. Llamo a mi madre, como todas las mañanas, y me dice que va a quedar un día muy bueno, que se está disipando la niebla.

HERALDO DE ARAGÓN (10-12-2013)

CADENAS

  Tengo que comprar unas cadenas, dice Antoine mientras miramos un folleto de publicidad donde las anuncian. Me extraña lo poco que han evolucionado las cadenas en los últimos cuarenta años. Y digo cuarenta años porque era yo la encargada de ayudar a mi padre a ponerlas cuando viajábamos a la montaña en los años setenta. Las previsiones meteorológicas de entonces parecían inventadas por un adivino, no se cumplían nunca. Nuestro 1430 nos resultaría hoy incomodísimo, con aquellos asientos rígidos (no existía la palabra ergonómico ni los cinturones traseros) y el firme de las carreteras destrozaba lo que ilusamente llamábamos la suspensión. Y las luces, no digamos, prehistóricas comparadas con las de xenón. Una vez nos pilló una gran nevada ya de noche, pasado Graus, solos en la carretera. Recuerdo a mi padre acuclillado junto a una de las ruedas, jurando en arameo, mientras yo intentaba alumbrarle y leer las instrucciones con una linterna, y las manos entumecidas nos impedían enganchar las diabólicas cadenas. ¿Cómo podíamos viajar sin móvil, y sin saber lo que encontraríamos por el camino? Pero no íbamos a quedarnos siempre en casa. Creo que vivíamos muy relajados al albur de la divina providencia. Mi padre murió hace exactamente treinta años y si ahora resucitara (alguna vez sueño con ello) se asombraría de que los coches fantásticos que conducimos necesitaran las mismas cadenas rudimentarias de hace cuarenta años. Y se asombraría también de que pudiéramos vivir con tanta prevención y tantos miedos. HERALDO DE ARAGÓN (19-11-2013)

COINCIDENCIAS

Una buena amiga me regaló el último libro de Rosa Montero, “La ridícula idea de no volver a verte”. De primeras quizá no me convencía el título. La extraordinaria vida de Marie Curie le sirve a Rosa Montero para destilar los grandes temas de la naturaleza humana: la vida, la muerte, el amor, la memoria y la creatividad. Le llevo el libro a mi madre. Sé que le gustará. De paso le pido que  me ayude a buscar, en nuestra caótica biblioteca, una guía de Italia que no encuentro por ninguna parte. Encontramos un baulillo con reliquias familiares: cartas de mis abuelos, de mis tíos abuelos, montones de estampas de vírgenes y beatas, tarjetas de visita, telegramas y muchos recordatorios de muertos. “Los humanos no sabemos qué hacer con la muerte. Sí, hay que hacer algo con la muerte. Hay que hacer algo con los muertos. Hay que ponerles flores. Y hay que hablarles”, dice Rosa Montero. Leo una carta de mi tío abuelo a su hermana fechada en 1939. Aún no he puesto la carta en su sitio, junto al resto de las reliquias, cuando suena el timbre de la puerta. Me quedo de piedra al ver a una prima de mi madre que casualmente es la hija del autor de la carta que acabo de leer. Rosa Montero también habla de esas raras coincidencias que la vida regala de vez en cuando. Dice que las coincidencias forman parte de un inconsciente colectivo que nos entreteje. La prima de mi madre se va muy contenta con la carta de su difunto padre en el bolso. Hay que enterrar a los muertos. La guía de Italia sigue sin aparecer.    

HERALDO DE ARAGÓN (27-8-2013)

PUENTES

Íbamos por la ribera del Ebro mi amiga Valentina y yo. Llegamos hasta el pabellón puente por la margen izquierda, y como no se podía cruzar, allí nos dimos la vuelta. El río se veía espléndido, como un gran río europeo. Pasado el Club Deportivo Helios nos encontramos un espectacular despliegue militar y mucha gente mirando. Pensamos que estaban haciendo maniobras los pontoneros. Luego nos enteramos de que estaban construyendo un puente provisional que podríamos cruzar en un par de días. Cruzar puentes debe de ser algo inherente al ser humano, anterior incluso a la capacidad de construirlos. Dos días más tarde arrastré a mi madre –algunas mañanas desayunamos juntas en la plaza del Pilar- hasta el club Náutico, pero era demasiado temprano y estuvimos mirando el puente de los pontoneros como si fuera el mayor espectáculo del mundo. Mi madre llevaba tacones y habría cruzado como las divas cruzan una pasarela. La memoria es caprichosa, ya sabemos, y recordé el río Po a su paso por la ciudad de Turín una mañana fría de cielo azul, y recordé el Garona cuando lo cruzábamos hacia Les Abattoirs.  Los puentes vienen a ser como la sinapsis de las neuronas, que es una unión especializada imprescindible para la percepción y el pensamiento. ¿Y si los seres humanos fuéramos células de un único organismo? Mi amiga Valentina soporta con gran educación mis continuas divagaciones mentales mientras caminamos. La corriente del río me lleva de una cosa a otra y no puedo dejar de pensar, fantasear y concatenar.
HERALDO DE ARAGÓN (9-7-2013)

MONTEARAGÓN

Antes de irme de vacaciones dejé un ramo de rosas en mi mesilla de noche. Estaban aún frescas y olían maravillosamente, a rosas de las de antes, y daba pena deshacerse de ellas. Al volver, las encontré marchitas, casi secas, pero seguían siendo hermosas. Sin embargo, en la encimera de mármol de la cocina había un montón de moscas muertas, negras y feas, que daban horror y ganas de gritar. La noticia de la muerte de Javier Tomeo me había sorprendido en la costa cantábrica y tenía el ánimo por los suelos. Cuando Ismael Grasa me dijo que finalmente Tomeo sería enterrado en Quicena, sentí algo parecido a un pequeño consuelo, y entonces pude abrir “El castillo de la carta cifrada”, donde Tomeo había dibujado la silueta del castillo de Montearagón al final de un camino sinuoso. El dibujo estaba coloreado con pinturillas y fechado en Cadaqués, a 4 de julio de 1998. Recuerdo aquel verano. Recuerdo el flexo metálico siempre encendido que había caído sobre un radiocasete y había derretido parte del aparato. Recuerdo que intenté explicarle a Javier cómo poner en marcha la lavadora del apartamento, y recuerdo que se paró a tomar aire bajo una higuera una tarde en que nos empeñamos en subir una de las cuestas del pueblo. Fue entonces cuando contó lo de la holandesa con la que estuvo casado. Siguió en su coche al tren en el que ella escapaba de Barcelona, y derrotado se detuvo en Cadaqués, donde se encontró muy a gusto año tras año. Así es la vida. Siempre he imaginado que era muy hermosa la holandesa.

HERALDO DE ARAGÓN (4-7-2013)

IKEBANA

Mayo es el mes de las flores. Cuando era niña hacíamos una especie de procesión por el patio del colegio para depositar ante una imagen de la Virgen pequeños ramos improvisados con flores silvestres. No había dos ramos iguales, como no hay dos caligrafías iguales. El arte floral japonés, llamado Ikebana, procede de las ofrendas florales a Buda y se remonta al siglo VII. Se basa en un triángulo escaleno cuyos vértices representan el cielo, la tierra y el hombre. Se podría decir que es poesía visual y está por tanto emparentado con los haikus, que sólo tienen tres versos. De un centro de flores enorme que me llegó por mi cumpleaños he hecho tres ramos muy distintos. No me acababa de gustar la mezcla abigarrada de gerberas, rosas, lirios, dalias imperiales, statis, y grandes hojas verdes que producía un poco de desasosiego y ocupaba demasiado espacio. Así que separé las rosas, de color rosa pálido, y las puse en una cafetera antigua de porcelana blanca. En un cantarico dispuse por otro lado las flores blancas con un poco de statis amarillo. Y finalmente todo lo fucsia y morado fue a un jarrón de cristal que ahora adorna un rincón de la cocina. Pasé un rato muy agradable mientras hacía los ramos. Me alejaba un poco para ver el efecto y luego me acercaba para hacer un retoque aquí o allá, y al final me sentí muy satisfecha de mi obra, como si hubiese escrito un poema. Sería bonito aprender un poco más sobre el arte floral, pensé, ya que la poesía nunca se me ha dado bien. El espíritu siempre agradece la armonía.

HERALDO DE ARAGÓN (14-5-2013)

LA FLOR DEL TIEMPO

“Las novelas son espejos. En ellos se refleja el autor y a cada lector le devuelven su propia imagen”, vino a decir Julio Llamazares en la presentación de su novela “Las lágrimas de San Lorenzo”. También dijo que el paisaje, siempre presente en su obra, es un espejo de nuestros estados de ánimo y de nuestra memoria. Pienso en sus palabras, no sé por qué, al ver los grupitos de amapolas que han salido en los últimos días por los ribazos y descampados, mientras subimos la cuesta que bordea la ermita de Arándiga. La memoria y el tiempo son los temas principales de la obra de Llamazares. La madre del protagonista sufre el mal de Alzheimer, “como si las palabras la hubieran abandonado junto con los recuerdos de su propia vida. Porque los recuerdos necesitan las palabras para serlo y, al revés, porque las palabras, sin nada que nombrar, se borran”. Las amapolas duran pocos días –la flor del tiempo- y siempre me producen un sentimiento contradictorio, como de nostalgia de un futuro ya vivido. Los espejos me van gustando menos con los años, quisiera mirar más lejos, revertir la miopía aguda que me obliga a fijarme en lo más cercano. Me gusta reconocerme, pero no tanto, en lo que leo y en lo que escribo, porque se trata de ampliar horizontes, después de todo, estirando la memoria y el anhelo donde no llega la vista. El rojo amapola es inigualable, un año más, y las amapolas duran poco, ya sabemos. ¿Y si el tiempo no hubiera pasado?, dice el protagonista de la novela de Llamazares.

HERALDO DE ARAGÓN (7-5-2013)

CONGRIOS

Decir congrio seco es hablar de Calatayud y su comarca. Ya solo quedan dos secaderos de este pescado en la costa gallega, donde no lo consumen, por cierto, y casi toda la producción se “exporta” a Aragón. Recorté la página del periódico donde se contaba la historia, que se remonta al siglo XV, cuando empezó el intercambio de congrio por sogas fabricadas con el esparto de Aragón. Era una historia bonita. Un par de días después, me llevé una alegría al ver varios de esos enormes esqueletos reticulares en un escaparate de la calle Delicias. Es un pescado feo en vida, parecido a una anguila, pero hermoso y extraño viéndolo ahí colgado, casi momificado, como si formara parte de una instalación artística. Compré unos trozos y con mi bolsita en la mano la calle Delicias me pareció la más viva de la ciudad, la única que no ha sido aún tomada por la crisis. No hay plato más exclusivo de la gastronomía aragonesa que los garbanzos con congrio seco. En Arándiga, que pertenece a la comarca de Calatayud, los cocinan maravillosamente, doy fe. De niña solía comerlo fresco, en salsa verde, y te hartabas de quitar espinas si te tocaba un trozo de la parte cerrada, y aun así me gustaba. Mientras escribo estas líneas doy vuelta por la cocina. Ayer me acordé, por fin, de poner a remojo los garbanzos -que cultiva un amigo en su huerto cercano al río Aranda- y el congrio que viajó hasta la calle Delicias, donde mantienen la crisis a raya. Tenía esa ilusión tonta, la de cocinar yo misma la receta bilbilitana. Y ahí  está el perolo al fuego, tomándose su tiempo, como yo.

HERALDO DE ARAGÓN (26-2-2013)