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Cristina Grande

IMPREVISTOS

Mientras en los pueblos del Aranda hacen hogueras con romero en honor a San Babil, me he dedicado un rato a limpiar garbanzos cultivados en una huerta de Arándiga. Es una labor que no había hecho antes. Salen piedrecillas, tallos resecos, garbanzos raquíticos o verdes, pero ningún garbanzo negro. Me gustan las labores manuales basadas en la repetición y en las que, sin embargo, existe la posibilidad de que surja una sorpresa. Al fin y al cabo, los días y las estaciones se suceden de forma repetitiva pero nunca idéntica, como el bolero de Ravel. El tiempo Dios lo da, solía decir alguna de mis tías abuelas, cuando nos poníamos a limpiar almendras en un peldaño de la escalera que subía al granero y el reloj de péndulo daba dos veces cada hora y las tardes se hacían interminables. Yo nunca me aburro, o cada vez me aburro menos, quizás porque he aprendido a ser paciente dentro del desasosiego. Incluso en lo más hondo de la rutina y la monotonía puede aparecer un imprevisto, una emoción desconocida. Como decía Pepe Cerdá que decía no sé quién de su pueblo “donde menos te los esperas surge la belleza”. Admiro a las personas que ya de jóvenes trazaron su camino, sabían cuándo y con quién se casarían, dónde vivirían y cuántos hijos tendrían, y para mi asombro y envidia conseguían lo que se habían propuesto y además sabían encajar con elegancia cualquier imprevisto. Me quedo mirando el fuego y podría pasarme horas así, viendo las llamas y escuchando el ulular del viento.  

HERALDO DE ARAGÓN (29-1-2013)

CICLOGÉNESIS

El Moncayo llevaba una enorme bufanda algodonosa y a un lado de la carretera se había detenido un grupo de capitanas, de esas que salen a recorrer mundo todos los años por estas fechas. La estampa no podía ser más invernal. Habían anunciado una ciclogénesis explosiva, que sonaba casi apocalíptico, pero vi algunos frutales ya florecidos y también romeros y rabanizas en flor entre los viñedos secos. Recordé una escena de una película bélica: en medio de un paisaje helado un almendro florece por efecto del calor desprendido en una explosión que ha matado a alguien. No es fácil tener pensamientos positivos cuando el mundo parece desmoronarse alrededor. Me enfrasqué en la lectura de “Todas las miradas del mundo”, la magnífica novela policiaca que acaba de publicar Miguel Mena. Volver a la España de 1982, tan bien contada por el narrador, me produjo una punzada de nostalgia cerca del corazón. Era noche cerrada cuando la ciclogénesis, o un viento huracanado repentino, quiso arrancar de cuajo el tejado con todas sus tejas, chimeneas y antenas, y succionarnos junto con los enseres y libros de la casa para girar en el aire en contra del sentido de las agujas del reloj. Si pudiera regresar a 1982, cuando hacía segundo de carrera, mi padre, mis abuelos y mi hermana aún vivían, España sufría convulsiones que no nos impedían confiar en el poder benéfico de la Constitución, y yo no  hacía más que buscar el amor eterno; si pudiera regresar, digo, creo que no lo haría sin un buen compañero de viaje.

HERALDO DE ARAGÓN (22-1-2013)

AL CINE

Algunos sábados acompaño a mi madre al cine, siempre a la primera sesión, y como vamos con tiempo de sobra aún podemos darnos una vuelta por Zara. Queríamos ver la película de Haneke pero mi tía, esa misma mañana, en su llamada de las 11 dijo “ni se os ocurra, yo salí estragada y tuve que entrar en un bar para reanimarme”, así que nos fuimos a ver la de Bin Laden. De Guatemala a Guatepeor, dijo mi madre en una escena de torturas nada más empezar la proyección. A mí “La noche más oscura” me gustó bastante, me pareció valiente y honesta, sin esas concesiones lacrimógenas que tanto me molestan en películas como “Lo imposible”, por poner un ejemplo. A mi izquierda mi madre miraba la hora en la pantalla del móvil, a mi derecha una joven escribía un sms a su novio informándole del metraje de la cinta, y en la pantalla de cine la protagonista esperaba una respuesta que nunca llegaba. En un momento dado su jefe le dice “estás como una cabra”, pero los espectadores sabemos que la chica tiene razón y que es fácil confundir la locura con la perseverancia, y la perseverancia con la obsesión. Me gustaría que Katrhyn Bigelow ganara un óscar, la verdad. Diluviaba a la salida del cine. ¡Qué lluvia tan estrafalaria!, dijo mi madre, que al final reconoció que la película era buena, aunque ella prefiere cualquier  novedad de Woody Allen. Yo tengo mis dudas, según el día. Algunos sábados me parezco a mi madre. Volviendo hacia casa nos cogimos del brazo para no resbalarnos en el suelo mojado.

HERALDO DE ARAGÓN (15-1-2013)

TERCIOPELO

He recorrido la ciudad y no he encontrado lo que buscaba, un vestido de terciopelo negro liso y laso. Uno de mis primeros recuerdos está asociado a una falda especial que llevé en la boda de mi tía Maribel. Yo tendría tres o cuatro años. La falda era de terciopelo negro, muy cortita, armada por dentro, y muy suave al tacto por fuera. La llevé con una blusa blanca y un gorrito también de terciopelo negro. Tengo una foto de ese día, con mis padres y mis hermanos, todos muy elegantes. Pasado un tiempo, un par de años quizás, quise revivir la felicidad de ese momento y le pedí a mi madre que me dejara ver la indumentaria de la foto. Estaba en una caja de cartón, envuelta en papel de seda. Me quedé muda al ver el tamaño de la falda, que no había crecido como yo y se veía diminuta. Sentí una tristeza infinita. Pensé que no debería habérmela quitado nunca, ni para dormir, y que de esa manera la falda se habría ido estirando conmigo. No comprendía por qué sólo había podido llevarla un día y no comprendía por qué no se podía vestir siempre de gala. Para la cena de Nochebuena este año había pensado en ese terciopelo negro que no he vuelto a llevar desde que era una pulguita con las piernas arqueadas. Apenas me queda una semana para seguir con mi búsqueda. No tendría que ser tan difícil, me digo, si solo se trata de un vestido corto de terciopelo negro, con escote en V a ser posible, y que me permita moverme con naturalidad, como si hubiera pasado la vida de fiesta en fiesta.

HERALDO DE ARAGÓN (18-12-2012)

UTOPÍA

Fuimos a pasear por la ribera del Ebro. A mi madre le gusta cruzar el puente de Piedra y regresar luego a casa por el puente de Hierro, que es más cómodo. Desayunamos en un bar de la calle Sobrarbe junto a otras señoras que charlaban de sus cosas, aparentemente ajenas al ambiente opresivo y desencantado que se respira por todas partes. El café y el pincho de tortilla estaban realmente buenos. Mientras mi madre leía el periódico yo me dediqué a mirar por la cristalera del chaflán del bar, hacia una panadería que se llamaba Dorita, como mi difunta tía. A veces tengo la sensación de que mis muertos se reúnen a charlar como lo hacemos los vivos. Tengo una foto de mi tía Dorita con José Antonio Labordeta en Bruselas, de cuando fuimos a la ya mítica manifestación contra el trasvase del Ebro. Recuerdo ese día como si fuera un episodio de mi infancia. “¿Es una manifestación pro vasectomía?”, preguntó muy seria una señora belga de apariencia impecable. Tengo una rara nostalgia, no del pasado sino de la confianza que teníamos entonces. Creíamos que los ciudadanos, como individuos unidos, teníamos algo que hacer contra la apisonadora del poder. Han pasado miles de años desde entonces. La ausencia de los seres queridos consigue de alguna forma ralentizar el mecanismo de los relojes. Después del café estuvimos un rato mirando el río, contemplando la posibilidad de que la corriente arrastre los recuerdos y traiga esa utopía labordetiana de fraternidad.

HERALDO DE ARAGÓN (25-9-2012)

SEPTEMBER

Septiembre de nuevo. Empieza el año hídrico mientras mantenemos la inercia de abrir todas las ventanas y la casa se queda fría, sin darnos cuenta. Me levanto con los pies helados, a pesar de que había puesto una manteta de viaje sobre la cama. Hago un café semi-descafeinado y me caliento las manos con la taza del desayuno. Voy cerrando las ventanas. Esperando el autobús un par de chicas se protegen del viento en el entrante de una tintorería. Cuando las mujeres caminan con los brazos cruzados es que ha llegado el otoño, decía siempre mi abuelo como si recitara de memoria un verso. En la tienda de colchones de toda la vida están despegando del cristal los carteles de rebajas y la dependienta sigue igual de joven. Por internet me llega una preciosa canción de David Sylvian que dice “September is here again”. La escucho varias veces y se me olvida “ipsofactamente”, como en un poema de Emilio Gastón. Llega otra noche fría. A través de las rendijas de las ventanas, que cierran mal, se cuela el ulular del viento. Parece que el cierzo tiene un ritmo determinado, una cadencia especial para los insomnes. Es noche de luna llena (luna azul) y oigo con claridad la voz de José Antonio Labordeta cantando “Cuando las uvas dulces van por el aire, el otoño revienta de parte a parte”. Por alguna razón extraña no puedo oír ni recordar el resto de la canción, sólo algo sobre el corazón, que quizás también se rompe. El cierzo sopla toda la noche, infatigable, como una salmodia, de parte a parte.

HERALDO DE ARAGÓN (4-9-2012)

PLEGARIAS ATENDIDAS

Las mariposas anuncian que llegará una carta, dijo Ana Pintos mientras cenábamos al aire libre, cerca de las cuevas de Molinos (Teruel) y algunas mariposas nocturnas revoloteaban a nuestro alrededor. Habíamos ido buscando un lugar apartado, lejos de las luces de la ciudad, con la intención de ver las Perseidas, y habíamos aceptado de buen grado la magnífica hospitalidad de nuestros amigos Ángel y Cristina. El cielo estaba completamente despejado y cuajado de estrellas. Hacía tiempo que no veía un cielo nocturno así, tan hermoso, tan antiguo. Ya no sé distinguir más constelaciones que la Osa Menor, que quizás fuera la Osa Mayor, y me dio pena porque era como haber olvidado un idioma o haber olvidado los nombres de las plantas y de los árboles, o haber olvidado interpretar la melodía escrita en una partitura. Yo deseaba ver al menos una lágrima de San Lorenzo, pero no quería pedir ningún deseo. Tengo la sospecha de que me habría evitado grandes disgustos en la vida de no haberse cumplido ciertos deseos que alguna vez formulé casi sin darme cuenta, sin calcular las consecuencias. Estaba mirando fijamente el cielo y vi una estrella fugaz, y luego otra. Cuatro en total pude sumar en el contador hasta que decidimos regresar a casa con la sensación de haber cumplido un objetivo. Ana Pintos estaba un poco desilusionada porque no había visto ninguna. Muy a gusto le habría dado tres de las mías a cambio de sus enigmáticas mariposas. Dormí profundamente y soñé con mis amigas de la infancia.

HERALDO DE ARAGÓN (14-8-2012)

 

FLORES DE CALABAZA

La barrera estaba bajada en el paso a nivel de Morata de Jalón. La espera se nos estaba haciendo larga porque no contábamos con ese imprevisto. Íbamos camino de Arándiga y aún teníamos que parar en el almacén de materiales de construcción que está al otro lado de las vías. Me di cuenta de que me había olvidado el móvil en casa. Mi madre dijo que no importaba, que antes vivíamos bien sin el controlador, pero me puse un poco nerviosa pensando que mi hermano se preocuparía, pues mi madre no tenía cobertura ni la tendría en todo el día. Pasó un tren de cercanías bastante lento. De repente me pareció haber viajado al pasado pre-móvil que apenas recuerdo, a esos veranos de ventanillas bajadas, moras junto a las vías, y merenderos con mesas de piedra. Después de varios minutos pasó un segundo tren en dirección contraria. La barrera aún tardó un poco en abrirse. Por lo que sea, mi ritmo cardiaco no se ajustaba al tempo rural que suele contentarme cuando salgo del centro de la ciudad y hace un día espléndido y Antoine me sonríe con las manos en el volante. En Arándiga fuimos a pasear hasta un bello paraje cercano a la confluencia de los ríos Isuela y Aranda, donde nuestro amigo Jesús cultiva un huerto. Mi madre improvisó un gorro anudando las esquinicas de un pañuelo que sacó del bolso. Cogimos pepinos, tomates, judías verdes, y hermosas flores de calabaza que le dieron un toque “arandino”, muy especial, a la paella. Mi madre reía y por fin me olvidé de los móviles durante un rato.

HERALDO DE ARAGÓN (24-7-2012)

CROQUETAS

El día de la final del Campeonato de Europa me puse a hacer croquetas de jamón para la cena. Nuestros amigos venían a ver el partido y habíamos comprado viandas sin conocimiento, con indecente alegría incluso, para celebrar la amistad por encima de todo. Hacer algo me resultaba relajante e imprescindible, como si pudiera colaborar con mis manos para algo bueno, para construir sinergias paganas. La masa de las croquetas siempre la hago a ojo de buen cubero (el cubero ya tiene una edad y no revela su secreto) y por tanto no quedó del todo perfecta. Me extrañó que de mi mano no salieran veinticuatro, sino sólo veintidós croquetas. Las fui colocando en unas fuentes gemelas de loza blanca. Cuando terminé la operación, que me llevó más de lo previsto, vi que había dos filas de diez croquetas en cada bandeja y una suelta en la cabecera de cada una. Sin darme cuenta había compuesto dos equipos con sus correspondientes porteros. Las dos fuentes estaban enfrentadas. Las puse una al lado de la otra, para comparar su composición: eran prácticamente iguales. Era como ver la alineación de dos equipos en la pantalla del televisor. Las redistribuí sin tener ni idea de fútbol, pero sabiendo que en la bandeja de España ponía las mejor formadas, sin aristas ni abultamientos, sin desproporciones con sus compañeras. Las puse en la nevera junto a una botella de champán que, fuera lo que fuera, nos beberíamos a la salud de esos deportistas que, llegado el momento, se transformarían en caballeros sin armadura.

HERALDO DE ARAGÓN (3-7-2012)

QUEHACERES

Amanece muy temprano. Los vencejos, que viven prácticamente en el aire, animan con su algarabía a empezar la mañana con gran laboriosidad. Es época de ordenar y renovar armarios. La vieja lavadora, que lleva más de veinte años funcionando, que sólo iba a tirar una temporadita y salió tan barata, centrifuga por cuarta vez con la alegría de siempre. La edad no es excusa para hacer payasadas indignas como las abuelas de Rusia en Eurovisión. Las cuerdas del tendedero se comban por el peso de jerséis gordos y batones de invierno, más la manteta de viaje que en realidad nunca sale de casa y ronda por los sofás sesteros en el cuarto de la televisión, bufandas que llegan hasta el vecino de abajo, y de paso zapatillas de felpa y prendas sin ninguna utilidad que nadie se atreve a tirar. Por el suelo de la recocina circula una hilera de diminutas hormigas afanadas en sus propios quehaceres. A saber de dónde vienen y adónde van. Es época de romerías. En algún armario hubo una vez un traje de faralaes. El cielo está muy azul y corre una ligera brisa. La vecina del segundo tiende las cortinas dobladas para no estorbar ni hurtar la luz a los de abajo. Un halcón peregrino, quizás el que vive en una de las torres del Pilar, sobrevuela el Seminario de San Carlos, donde anidan los vencejos, en busca de alguna pieza que decapitar y ofrecer a la novia en el cortejo nupcial. Es época de bodas también. ¿Dónde estará el vestido de novia de la abuela? Todavía no son las ocho y queda un largo día por delante.

HERALDO DE ARAGÓN (26-5-2012)

LA REBOTICA

 

Mi farmacéutica se ha jubilado. Vino al mundo en una botica rural en 1932. Desde entonces, exceptuando su época de estudiante, siempre ha vivido encima de una farmacia, al lado de una farmacia, o en frente de una farmacia. Tuvo tres hijos, pero no conoció las bajas por maternidad, ni más de cinco días seguidos de vacaciones. Digamos que su profesión era un destino desde la cuna, más que una vocación. Me consta que le habría gustado dedicarse a la judicatura, lo cual no le ha impedido ejercer su profesión con la honestidad y dedicación propias de esa generación que lo ha soportado todo. “Creo que no hay profesión que haya cambiado más que la mía. De la rebotica de mi padre, con aquellos morteros, espátulas, y matraces con los que hacíamos pomadas y jarabes, a las pantallas de ordenador de ahora hay una incongruencia difícil de asimilar”, dice mirándose al espejo, preguntándose en el fondo cómo será su vida de jubilada. En su piso de la ciudad, en frente de la que ha sido su farmacia durante los últimos treinta años, ha montado un pequeño museo de la rebotica antigua. Junto a un pildorero hay una fila de tarros, frasquitos con preciosas etiquetas y carteles publicitarios de remedios que ya no existen (Barachol contra la sarna). Huele mucho a farmacia nada más entrar en el piso. Es domingo, el día de la madre. Voy a felicitarla. Está ordenando por alturas unas cuantas probetas de cristal. Tengo el privilegio de poder llamarla “mamá”, pero su verdadero nombre es Anunciación Marcellán.   

HERALDO DE ARAGÓN (8-5-2012)

GIROLA

A pesar de todo, la primavera siempre es primavera. Vamos camino del Moncayo. Los frutales han florecido con cierta contención, como ajustándose a las circunstancias. Las últimas lluvias han hecho que los campos y cunetas se cubran de humildes rabanizas blancas que me dan un gran consuelo. También el Moncayo está todo blanco, imponente, bajo un sol que ilumina el maravilloso espejismo. Me acuerdo de José Antonio Labordeta, de una mañana en que grababa Tarazona para su “país en la mochila”, hace ya unos cuantos años. Ese día comimos en el Mesón del Aceite. Hay recuerdos que se niegan a desaparecer. Me acuerdo de Daniel Mena Ventura. Me acuerdo también de la primera vez que fui a Tarazona. Mi amiga Adelina tuvo allí su primer trabajo como profesora de instituto. Por aquel entonces la catedral estaba a punto de cerrar, si no estaba ya cerrada, y lo cierto es que no la vi. Así que la visita, esta vez, me ha hecho doblemente feliz. Me acerco a escuchar las explicaciones de una guía en el interior de la catedral. Según ella las pinturas de la girola son “horrorosas”, tanto por su factura como por representar a los ángeles caídos. A mí me parecen deliciosas, incluso modernas, y llenas de sentido del humor. Y la palabra “girola”, que es más bonita que “deambulatario”, resuena luego en mi cabeza, mientras nos tomamos unas gambas con gabardina en un bar llamado Palermo. Afuera, al sol, tres hombres vestidos de negro siciliano confirman que estoy elaborando uno de esos días que no se olvidan.

HERALDO DE ARAGÓN (27-3-2012)

SORPRESAS

Las sorpresas de los roscones son como los anillos internos de los árboles, sólo hay que contarlos para averiguar el tiempo transcurrido. Tengo una caja muy bonita que la pasada Navidad contenía una anguila de mazapán traída de Madrid, y que ahora me sirve para guardar mis valiosas sorpresas. Hay más de sesenta. Contando que son dos roscones por año, el de Reyes y el de San Valero, es fácil deducir que llevo más de treinta años en Zaragoza. Mi madre se encargaba, antes de nacer mi sobrina Gabriela, de que la sorpresa me tocara a mí. Creo que le hacía gracia que habiendo sido siempre una descreída (que ni en los Reyes Magos recuerdo haber creído) tuviera esa ilusión infantil en la edad adulta. Algunas de las sorpresas son pequeñas joyas, como una oveja de cristal transparente, o un elefantito verde de jade que es una preciosidad. Las sorpresas de los últimos años son más cutres en general. Tengo un camión de plástico que sobrepasa todas las medidas recomendables. Y también hay payasos que no hacen gracia, y anillos de colores que no son como los anillos de los troncos de los árboles. Pero a veces la sorpresa sorprende. Un invierno más y un anillo nuevo. Mi amigo Rodolfo, con todo su pelo, acaba de cumplir cincuenta años, que son exactamente cien sorpresas, aunque parezca imposible. Que la sorpresa sea más o menos bonita importa poco, después de todo, cuando las pones todas juntas y hacen bastante bulto, y ves que en la caja aún queda espacio para unas cuantas más.

HERALDO DE ARAGÓN (31-1-2012)

INVENTAR

La noche de fin de año teníamos un sentimiento de triunfo agridulce, como si no fuese del todo mérito nuestro haber superado una dura prueba. Abrimos una botella de vino mientras preparábamos la cena. Parecía que no nos daría tiempo de tenerlo todo dispuesto antes de que llegasen los invitados y necesitábamos un receso. La mesa supletoria, la que se añade a la del comedor para hacerla más grande, se nos había resistido durante un buen rato, hasta que Antoine sacó la caladora y el taladro y solucionó el problema. Se nos ocurrió entonces patentar un nuevo modelo de mesa para grandes ocasiones, un modelo que no voy a describir porque el asunto de las patentes, ya sabemos, es muy peliagudo. Me acordé entonces de la fregona y de Manuel Jalón. Hace más de veinte años, yo fui secretaria por un día en Fabersanitas, donde se fabricaban jeringuillas desechables (otro gran invento). El señor Jalón se rio abiertamente cuando le dije que yo no valía para secretaria y que me autodespedía. “Nunca he tenido una secretaria que me durase tan sólo una mañana”, dijo desde su sillón de directivo, “baja a recepción y pide un taxi”. Y así lo hice. Y puede que ese día cambiase el rumbo de mi vida. Creo que para bien. Casi estoy segura de ello cuando me alejo un poco de la mesa para ver lo bonita y estable que ha quedado, y cuando me acerco a alisar el mantel para poner un par de velas que no gotean aunque estén toda la noche encendidas. Me gusta empezar el año intentando inventar algo, lo que sea.

HERALDO DE ARAGÓN (3-1-2012)

RUEDETAS

La tía Visi era el alma de la casa. Sin ella el caos se apoderaba de la cocina y de los armarios en menos de un día. Me asombré muchísimo cuando me enteré de que la tía Visi, que no era mi tía sino la tía de mi mejor amiga, tenía su propia casa, un piso grande y lóbrego que compartía con una tortuga eternamente aletargada en la despensa. Yo nunca había visto una tortuga y salté de alegría el día en que asomó su cara arrugada y nos miró con sus ojillos legañosos. En las grandes fiestas familiares la tía Visi iba y venía como si tuviera ruedetas en los pies. Era lo contrario a su tortuga. Recogía, ordenaba, cocinaba y fregoteaba con una ligereza sorprendente. A mis ojos de niña había algo mágico en ella, algo que yo nunca conseguiría. Con los años he comprobado que existen muchas tías Visis, al menos una en cada familia que ha sobrevivido estructurada –que es una palabra horrible que pongo sólo como antónimo de “desestructurada”-, es decir, en las familias unidas. Hace unos días asistí a una comida en la Sociedad Gastronómica Aragonae. Éramos 38 comensales. En la cocina había varios aglutinadores (del género masculino en este caso) que parecían tener manos de prestidigitador y ruedetas en los pies. No fue entonces, sino unos días después, mientras me vi trajinando para la cena navideña, cuando pensé en la tía Visi y en su legión de aglutinadores. Creo que sin querer me he alistado como aprendiza, y espero que pronto me concedan las ruedetas.

 HERALDO DE ARAGÓN (27-12-2011)

PEPITAS

La jornada de reflexión me la pasé en la cama. No es que estuviera enferma, quiero decir realmente enferma, ni que tuviera que reflexionar sobre mi voto. No tenía ningunas ganas de votar y sabía de antemano que acabaría yendo a la urna para prevenir un posterior ataque de mala conciencia. Sólo quería descansar. Estuve horas leyendo con una almohada doblada bajo la nuca. Dormitaba a ratos, con las gafas puestas y la luz del flexo sobre la cara, mientras oía por el pasillo las muletas de mi madre y la voz melodiosa de mi sobrina. Ambas respetaban mi encerramiento. No comí más que dos mandarinas en todo el día. La primera estaba muy buena y la segunda llena de pepitas, cosa que me puso de mal humor durante unos minutos, pues esa segunda ya me había ofrecido dudas nada más verla. Últimamente he descuidado, por recelos pragmáticos, lo que antes consideraba una inestimable intuición. Pero es que hay que ser valiente para aceptar que lo razonable no siempre es lo correcto, y que se puede ser cursi para llegar, como Susana Tamaro, donde el corazón te lleve. Me comí la segunda mandarina como un autoescarmiento y vi en las pepitas los problemas cotidianos que nublan el dulce sol de noviembre. El Zaragoza perdía 3-0 nada más encender la radio, que apagué inmediatamente pensando aún en las pepitas, y en la pena de mis amigos Melero, Pisón, Pérez y Notivol. Ya de madrugada se oían por la calle las risotadas de un grupo de cafres que seguramente eran del BarÇa. Desdoblé la almohada antes de apagar la luz.

HERALDO DE ARAGÓN (23-11-2011)

SABER PERDER

En mi calle han abierto dos negocios de “Compro oro” que por su aspecto podrían pertenecer al mismo dueño. Han tabicado los escaparates y no han invertido nada en decoración. Dicen que en épocas de crisis la gente adinerada invierte en valores seguros. No sé nada de finanzas y me pregunto qué se hace con el oro que va a parar a esos locales. ¿Se convierte en lingotes? ¿Y  dónde se guardan los lingotes? No tengo afición alguna por las joyas, pero de vez en cuando me detengo ante el escaparate de una pequeña joyería de mi calle que me parece una delicia. Hace unos años compré allí una sortija de plata y turquesa que acabó en el dedo de una turista valenciana. Era una chica joven que se sentaba en la mesa contigua a la mía en una terraza de verano. Acabamos charlando y me pidió que le dejara probarse la turquesa que tanto llamaba su atención y que luego no quiso devolverme. Algunas veces las cosas se pierden de la forma más absurda. Mi tía Maribel diría que las cosas no son importantes, que lo único importante es la salud. Conozco bien el significado de la palabra “pérdida” en todas sus acepciones. No es nada fácil llegar a tener un buen perder. Creo que ese aprendizaje es imprescindible para pasar una reválida de la madurez. Por otro lado siempre nos quedará el sentido del humor, que es como el “siempre nos quedará París” de Humphrey Bogart. En épocas de crisis todo es susceptible de perderse, todo excepto ese París en blanco y negro que incluye una lección de elegancia y una tímida sonrisa.

HERALDO DE ARAGÓN (15-11-2011)

FANTASMAS

Yo creo en los fantasmas. En algunos fantasmas. Cada uno tenemos los nuestros y son, como los recuerdos, intransferibles. “El fantasma y la señora Muir” (Joseph L. Mankiewicz, 1947) es una película turbadora que me gusta por su aparente ingenuidad y su densidad onírica. Gene Tierney es una joven viuda que se va a vivir cerca del mar y establece una curiosa relación con el fantasma del capitán Gregg (Rex Harrison), y viven felices para siempre. A veces veo con mi sobrina una serie de televisión en la que una joven con poderes ayuda a los fantasmas a pasar “al otro lado”, que viene a ser el más allá. Yo no querría que mis fantasmas se fueran al otro lado. O como mucho, al otro lado del espejo, desde donde nos ven envejecer. Mi padre, en mis sueños, siempre viene en mi ayuda, y ya tiene todo el pelo blanco cuando sólo tenía plateadas las sienes al morir, hace 28 años. Mi abuela, que murió tres meses antes que mi hermana, se me apareció un día en una estantería a la altura de mis ojos, mientras visitaba un museo de vírgenes románicas. Era la más bajita de la fila, iba toda de blanco, se parecía a Frida Khalo y era la única que sonreía en mi sueño. Hay otros fantasmas menos amables, que no hacen nada malo, pero se limitan a observar el sufrimiento de las personas a las que amaron en vida. Algunos son excesivamente discretos, te preguntas dónde se habrán metido. Te preguntas también si se hablan entre ellos. Mis fantasmas viajan conmigo, en mi corazón, que es un músculo estriado con motilidad autónoma.

HERALDO DE ARAGÓN (1-11-2011)

 

OUTSIDERS

La casa se queda fría por las mañanas. Aún tenemos el ventilador en el vestíbulo, esperando recuperar su hueco entre las maletas del cuarto oscuro, cuando te das cuenta de que los pies se quedan helados viendo el telediario de Pepa Bueno. Sacas la estufeta de aire. Te parece que hace demasiado ruido, y eso que lleva escrita la palabra “silent” en bonitas letras inclinadas, y estás a punto de darle una patada. Habrá que encender la calefacción, dice tu madre. No es que te dé pereza purgar los radiadores, que un poco sí, es que quizás hayas olvidado el funcionamiento de la caldera digital que instalaron el invierno pasado. Te sientes un dinosaurio. En la semana Escribit, que trata sobre la revolución digital, no tendrías nada que hacer. Con una moneda de dos céntimos y un bote de cristal que aún huele a pimientos del piquillo procesionas de radiador en radiador mientras tu madre te sigue devotamente. Más aplicada que tú, ha guardado las sandalias en sus cajas, mientras en tu cuarto andan revueltas las chancletas con las botas. “La razón y la locura” es el sugerente título de Periferias 2011. Te apetece escuchar a Ángel Alcalá en su charla sobre Miguel Servet, y te apetece procesionar de exposición en exposición con la sensación de que todos somos “outsiders”. En Huesca te sientes como en casa. De la razón a la locura hay muy poca distancia, te dices con el tarro de pimientos en la mano, como siempre por estas fechas. Enciendes la caldera sin necesidad de leer las instrucciones.

HERALDO DE ARAGÓN (25-10-2011)

VENTANA ALTAS

Miraba el horizonte desde un piso alto del barrio de San Pablo. Eran las diez de la mañana cuando vi una estrella fugaz formando una parábola descendente sobre los montes de Juslibol. De momento me pareció un ovni, similar al que vi cuando tenía trece años a la salida del colegio. Aquel era más grande y más lento que lo que vi desde la ventana de San Pablo. Luego supe que había una lluvia de estrellas de la que no tenía noticia, pero aun así resultaba extraño ver ese fenómeno a la luz del día. “Detener lo cotidiano era aturdir la memoria”, dice Philip Larkin en “Ventanas altas”. Este verano no puede ver las Perseidas. En realidad, a pesar de mi ilusión y empeño, sólo tres veces he conseguido verlas. La primera vez ni siquiera sabía de su existencia y fue un espectáculo inolvidable. No es que me gusten las sorpresas, al contrario, creo que disfruto más de las cosas cuando soy consciente de que forman parte de mi realidad. Lo fortuito me aterra, me lleva a pensar que estamos en manos de un jugador loco. “Los dioses quitan, los dioses dan” dice una canción de Petisme que me viene a la cabeza de vez en cuando. Se acabaron las fiestas. Me ilusionaba ver los fuegos artificiales, que son como estrellas fugaces que suben, que llenan el cielo de colores, que se ven con los amigos desde una terraza elevada sobre los tejados oscuros. Y mientras tanto, tu anfitriona ejerce como tal y se ha ocupado de que todo salga según el plan previsto, con el confort  que da saberse en buenas manos, y a cierta distancia de la tremenda traca final.

HERALDO DE ARAGÓN (18-10-2011)