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Cristina Grande

PRINCIPIANTES

Íbamos a Lanaja, al entierro de mi tía Dorita. Era sábado. Amenazaba tormenta. Paramos a repostar en una gasolinera de la avenida de Cataluña. Desde mi asiento de copiloto veía un coche rojo aparcado ante un gran cartel que decía “Aire y agua”. Delante del cartel una pareja de mediana edad se besaba apasionadamente. Él estaba bajo la palabra Aire y ella bajo la palabra Agua. El beso de la pareja me produjo un extraño consuelo, era como un bálsamo contra mi tristeza. Me acordé de la película Beginners, de los dibujos que hacía Ewan McGregor para crear “la historia de la tristeza”. La muerte de un ser querido puede producir, por contradictorio que parezca, el principio de una forma de reconducir nuestras vidas. En todo aprendizaje hay algo doloroso, algo que dejar atrás –incluso la propia tristeza-. Mi hermano conducía muy despacio, el viaje se me estaba haciendo interminable y temía que no llegaríamos al entierro. Luego todo transcurrió según lo previsto, como en una escena dirigida por un buen director. La tristeza y la alegría iban agarradas del brazo, como nosotros tras el féretro, camino del cementerio. A la vuelta conducía mi primo Alfredo. “Es increíble”, dijo, “que ayer mi madre estuviera viva y a estas horas ya esté enterrada”. Mi primo conducía deprisa, con la seguridad de quien conoce bien el camino. Las lágrimas y el sudor me habían dejado seca, y no tenía palabras. Íbamos por una larga recta.  Nada de lo que dijera podría aliviar su tristeza ni el desasosiego por el futuro. Le encendí un cigarrillo.

HERALDO DE ARAGÓN (22-8-2011)

CUESTIONES FILOSÓFICAS

La ONU declara la felicidad como uno de los derechos humanos. La noticia me causa gran turbación. Acabo de terminar “La flecha en el aire”, de Ismael Grasa, y me dan ganas de pedirle que me acepte como alumna en sus clases de Filosofía. Me veo levantando la mano para decir que considero que mi felicidad no es exactamente un derecho, no es algo que pueda reclamar a nadie por el mero hecho de haber nacido. No me imagino, por ejemplo, detenida ilegalmente en una aduana portuaria y reclamando mi derecho a la felicidad. ¿No es la felicidad algo diferente para cada individuo, algo íntimo e intransferible? ¿No es acaso una búsqueda personal en la que puedes embarcarte o no, una especie de tarea que requiere un esfuerzo personal y un largo aprendizaje? ¿O es, como dijo Zola de la belleza, un estado de ánimo?   Puedo decir que soy más feliz, mucho más, que cuando tenía veinte años, y el hecho de que pudiera tratarse de una falsa percepción no tiene mayor importancia para mí. Nunca volvería a la infancia. Estoy empeñada en ser una vieja feliz, como lo fue mi abuela hasta su muerte, y no voy a responsabilizar a nadie si no lo consigo. Me viene a la cabeza la frase que una novia dijo al brindar durante el banquete de su segunda boda: “Tenemos la obligación de ser felices”.  El día que mi abuela cumplió 99 años fuimos a tomar unas tapas para celebrarlo. Con una copa de vino en la mano dijo muy sentenciosa: “Este es el día más feliz de mi vida”. Seguramente ya sabía que sólo  iba a vivir cinco meses más.

HERALDO DE ARAGÓN (30-8-2011)

PERMANENTE

Tengo muy pocos amigos en Facebook. De esos pocos sólo hay dos a los que no conozco en persona. No le acabo de encontrar la gracia a la amistad virtual. Aunque a veces suceden cosas curiosas, como haber reencontrado a mi antigua peluquera, la cual cambió los secadores por los ordenadores dejándome abandonada. Creo que la amistad necesita aire de verdad, brindis de verdad, abrazos de verdad, palabras de verdad, y también necesita una  larga permanencia sin contrato. Le enseño a mi amiga A la marca que me dejó en el tobillo la mordedura de una mosca negra. Mientras tanto, mi amiga M, que acaba de volver de vacaciones, tiene la súbita idea de invitarnos a una docena de ostras en una plaza repleta de turistas. Desde la mesa de al lado, unos italianos nos miran –a las ostras y a nosotras- con gran curiosidad. Brindamos las tres y M dice que se siente muy feliz y que no va a permitir que el pesimismo ambiental le amargue la existencia. Y yo digo que esa felicidad debería ser patrimonio de la humanidad, igual que las ostras y el vino blanco. Nos ponemos un poco piripis. Declaramos el estado de guerra permanente contra el pesimismo. No me doy cuenta de que los mosquitos me están acribillando los brazos. Reímos como si fuésemos las mismas de hace veinte años, como si nada hubiera sucedido. Pedimos otra ronda. El mundo gira enloquecido alrededor, mientras nosotras, por unos instantes, permanecemos en el eje central de un tiovivo, en ese centro de gravedad permanente que inventó Franco Battiato.

HERALDO DE ARAGÓN (15-8-2011)

RIÑONES

  Anabel, mi carnicera, me consiguió un kilo de riñones de cordero que se me habían metido en la cabeza. Nunca los había hecho antes. En mi familia no les han gustado demasiado las vísceras, ni a mis padres, ni a mis abuelos, ni a mis hermanos. Extendí los riñones sobre la encimera de mármol blanco y me parecieron preciosos. Todos eran distintos, como dicen de los copos de nieve, como los miembros de una gran familia. Los seccioné por la mitad con mi nuevo cuchillo cerámico. Me costó más de lo que pensaba. La sangre sobre el mármol trajo a mi memoria una escena de la película “Fargo”. Pensaba en Frances Mcdormand. De un viejo libro de cocina había sacado la receta para hacerlos al jerez. Tenía el libro abierto boca abajo, no sé para qué, pues al final no le hice ningún caso. Mientras picaba la cebolla, cultivada en un huerto de Villamayor, los lagrimones me inducían a darme prisa con el cuchillo cerámico. Se oía una radio por una de las ventanas del patio de luces. Entendí que había estallado una bomba en algún sitio y apagué la campana extractora. Luego la volví a encender, la cebolla se estaba quemando. Creo que me pasé con el jerez, que llevaba años y años en el fondo de una alacena. A pesar de mis desmanes y atrevimientos culinarios los riñones resultaron muy agradecidos, de muy buena calidad. Creo que quedaron ricos. No sé si fue por lo del atentado de Oslo, o por algún otro motivo más nimio pero, después de todo, no me apetecía mucho probarlos. La casa, sin embargo, olía maravillosamente a jerez y a guiso.

HERALDO DE ARAGÓN (25-7-2011)

PARABOLOIDE

Llovía un poco en Barcelona. Paseábamos bajo un paraguas negro, normal y corriente, hacia la columnata del parque Güell. No habíamos podido entrar en la Sagrada Familia, pero habíamos pasado un buen rato ante su fachada principal, observando esas formas que las guías califican de “hiperboloides” y “paraboloides”. A la mayoría de los turistas esas formas nos parecen simplemente fantásticas y maravillosas. El Liceo estaba cerrado. Me habría gustado asistir a una representación para sacarle una espina a mi madre, que tuvo que conformarse –en sus años de estudiante- con esperar la salida de la gente guapa. No es difícil maravillarse cuando sales de casa con ganas de ver el mundo, igual que no es difícil enamorarse si buscas el verdadero amor. Lo difícil es mantener el asombro, que debe de ser algo parecido al amor a la vida. Barcelona es una ciudad asombrosa. Tenía ganas de volver a verla desde que empecé a leer “El día de mañana”, de Ignacio Martínez de Pisón, porque es una novela barcelonesa llena de vida y de vidas. Habían anunciado fuertes lluvias para el puente de Semana Santa, pero la cosa no fue para tanto. El paraguas negro, normal y corriente, me servía de bastón. Cada vez que lo apoyaba en el suelo pensaba en las columnas inclinadas de Gaudí. Pensaba que si el arte alguna vez imita a la naturaleza también podría darse el caso contrario, que la naturaleza pudiera imitar al arte. Lo mismo sucede con la vida, nuestra pequeña vida “hiperboloide” y maravillosa, que en muchos casos imita a la literatura.

HERALDO DE ARAGÓN (25-4-2011)

OJOS ROJOS

 

Afuera se oían tambores. Sonaban rítmicos y amortiguados, como el latido de una enorme criatura que merodease por los alrededores. Adentro la sala estaba oscura. Los ojos se me habían enrojecido al ver de nuevo a José Antonio Labordeta en el documental “La voz del viento” (Víctor Forniés, 2008). Al salir me sorprendió un intenso olor a hierro. Huele a sangre, dijo una mujer. Mi ojos seguían rojos, como los del herrero de mi pueblo. Se llamaba Ángel. Mi madre se disgustaba con él porque hacía lo que quería. En un papel cuadriculado mi madre dibujaba camas, lámparas y apliques que en nada se parecían al resultado final. El herrero retorcía hasta el delirio los elegantes diseños de mi madre. Sus ojos siempre estaban rojos, casi ensangrentados. En algún momento debieron ser unos bonitos ojos azules, de un azul intenso, como su mono de trabajo. Me gustaba mucho ir a la herrería y ver a ese hombre con brasas en los ojos. Es caprichosa la memoria. Me pregunto cuál es la conexión entre el herrero de mi pueblo y José Antonio Labordeta. Quizás la pasión por la vida, esa pasión que transmiten algunas personas y que tiene un cierto olor a hierro. Los tambores seguían sonando en la distancia. Un ligero cierzo bombeaba el sonido como acoplándose a los latidos de mis sienes. Los recuerdos iban y venían en oleadas. El sol se ocultaba simulando un bello atardecer africano. Me escocían los ojos y me habría gustado llorar por los ausentes, pero ellos seguían conmigo, en mi flujo sanguíneo. Acababa de empezar la Semana Santa.

HERALDO DE ARAGÓN (19-4-2011)

ABRIL

La gente también muere en abril, entre las flores, uno de esos días claros y hermosos, mientras los remeros pasan bajo los puentes del Ebro y el sol se pone como dibujado sobre un telón de fondo creado para la ocasión. Mientras las calles del Tubo se llenan de amigos que celebran algo, que ríen abiertamente, que tienen niños pequeños, bicis y perros. Mientras las chicas jóvenes cruzan las piernas en la terraza del puerto fluvial y lucen cuerpos ajustadísimos y largas melenas de ninfa. Mientras se hace un vía crucis en el convento de las canonesas del Santo Sepulcro, dentro de su bello claustro gótico renacentista, y alguien hace una foto de un mosaico mudéjar muy bien conservado. Mientras observo la vida a mi alrededor y de pronto recuerdo que mi abuelo murió un 11 de abril, hace ya más de veinte años. Escribí ese día un sentido poema que luego no leí en su entierro. Creo que lo perdí. Creo que hablaba de la ontina, del llantén, y de los cielos de los Monegros. Y mientras lo escribía perdí la voz por completo, durante dos días. Mi abuela, mi madre y yo caminábamos tras el coche fúnebre hacia el cementerio. Era un día de mucho sol. Verdeaba el cereal mientras llorábamos quedamente y el paisaje se veía más bonito a cada paso. Memoria y deseo, dice Eliot en su “Tierra baldía”. No creo que abril sea el mes más cruel. Quizás sea uno de los más implacables por su belleza contundente, y porque la vida parece –sólo parece- recién estrenada, mientras decides que estás orgullosa de tus canas.

HERALDO DE ARAGÓN (12-4-11)

HACER Y DESHACER

Se llamaba Creolina, como la sustancia rotulada en alguno de los tarros del botamen de mi abuelo. Era flaquica, de color canela. A veces la sacábamos de la jaula y dejábamos que se metiese por detrás de los armarios, donde podía estar días enteros haciendo misteriosos ruidos. A cierta edad ya no le apetecía salir de viaje. Algo parecido me sucede a mí, que vivo intramuros, en la vieja Zaragoza. Doy muchas vueltas por el Casco y cada día me da más pereza atravesar la plaza Aragón-Paraíso. Los ríeles del tranvía me cohíben, me alejan mentalmente en vez de acercarme. Me horroriza la idea de que el Paseo Independencia, que me gusta tanto, se cierre de nuevo al tráfico para dar cabida a la caravana de hierro. Un día Creolina me clavó su largos incisivos en la yema del dedo índice cuando intenté acariciarla a través de los barrotes. Pasé largos ratos viendo cómo daba vueltas en su rueda, primero en una dirección y luego en otra. Era como si deshiciese el camino que le había llevado lejos de su casa. Hacer y deshacer, a veces para nada. Soy una ciudadana antigua que lleva 31 años empadronada. Conozco mi barrio a la perfección, veo su carencias, sus defectos, su belleza (que permanecerá por los siglos de los siglos), su capacidad de transformación. Me siento parte de él y reconozco que me desagrada la idea del tranvía pero, como no soy un hámster, no puedo morder a nadie. Mi naturaleza pensante me dice que todo es hacer y deshacer, prueba y error, un no parar sin mirar atrás. ¿A qué fin?, me digo. Y como le doy tantas vueltas a la noria cerebral, a menudo me entran dudas.

HERALDO DE ARAGÓN (7-2-11)

ACEITE

Fuimos a Lanaja a dos cosas: a ver a mis tíos y a buscar el aceite de nuestra tercera parte del olivar del saso. Mi madre iba en el asiento trasero un poco taciturna. No comentó, como de costumbre, lo manipulables que éramos en aquellos años en los que decían que el aceite de oliva era malo para la salud. Ella compraba en esa época aceite de girasol, dejando arrinconado el aceite de oliva, no sin dolor de corazón, para que tiempo después dijeran todo lo contrario y acabáramos desconfiando de los gobiernos. Iba mirando por la ventanilla, preocupada (supongo) por la salud su hermana. Sólo dijo “está bastante majo el sementero” y “Alcubierre city” cuando pasamos por delante de Casa Ruata. No dijo nada tampoco acerca del incendio vandálico de las trincheras en la ruta de Orwell. Mi tío Carmelo había abierto la puerta falsa de par en par y un gato negro muy fuino me recordó la ausencia de mi abuela. La casa estaba caliente y mi tía sonrió a su hermana. Por un momento se me cortó la respiración al ver por primera vez en mi vida que el reloj de la escalera estaba parado. Me pareció que el corazón de la casa había dejado de latir. Vaya imaginación la tuya, dijo una voz amada para sacarme de mi ensimismamiento. Mi primo Carlo dijo que el aceite de este año era muy bueno, “pura medicina” según él. Cargamos unas cuantas cajas en el maletero. ¿Os habéis creído que tengo un Pegaso?, habría dicho mi padre. Volvimos casi volando. En mi imaginación ese aceite medicinal representaba el amor fraterno, y me puse contenta cuando descargamos las garrafetas en la puerta de casa.

HERALDO DE ARAGÓN (31-1-11)

GUANTES ROJOS

Papá Nöel me trajo unos guantes rojos de piel, idénticos a los que llevaba Isabelle Huppert en “Borrachera de poder” (Claude Chabrol, 2006). La jueza Jeanne está encargada de investar la trama de malversación de fondos de un grupo empresarial, mientras su vida personal se desmorona y el poder intenta corromperla. Los guantes de la protagonista están tan presentes en la película que estuvo a punto de titularse así, “Los guantes rojos”. Quienes me conocen un poco saben que el rojo es mi color preferido y que me parezco un poco a la actriz francesa, así que no es difícil adivinar que estoy encantada con mis nuevos guantes. No sería capaz, sin embargo, de investigar ninguna trama de corrupción. De hecho nunca he entendido qué es lo que ha pasado en España en los últimos años, ni entiendo a los políticos cuando hablan, y mucho menos entiendo el mundo de las finanzas. Las estadísticas no me las creo, directamente, quizás porque no tienen en cuenta a las grandes minorías. Y mi escepticísmo va en aumento, en lo que se refiere al tema público, aunque me niego a aceptar que sea el dinero lo que mueve el mundo. Mi empeño es seguir creyendo que en realidad es el amor lo que hace que mundo no se pare. Puede que haya muchas clases de amor, pero yo sólo reconozco una, y en ésa el dinero apenas vale nada. Chabrol dijo que los guantes rojos representaban las manos ensangrentadas de todos aquellos que tocan el poder. Me miro en el espejo, justo antes de salir de casa, y mis guantes rojos me hablan de otras cosas: de alegría de vivir, de glamour, de pasión, y también de corazones rebeldes.

Heraldo de Aragón (3-1-2011)

FRIVOLITÉ

Suelo llegar al final del año con una extraña sensación de fatiga. Si no fuese por los excesos navideños me costaría una barbaridad pensar en un 2011 que viene malencarado y del que, por otro lado, sólo quiero esperar cosas buenas. Suelo hacer una lista de buenos propósitos de Año Nuevo que es como la lista de la compra, que la olvidas, pegada con un imán, en la puerta de la nevera. Me gustaría ser todavía más frívola de lo que soy, eso sí, sin caer por ello en la trivialidad. Según el María Moliner “frívolo-a” significa ligero y superficial, que viene del latín “frivolus” y también se dice del que no da a las cosas la importancia debida, o no las hace con seriedad y sólo piensa en divertirse. Quienes padecemos el síndrome de expectación negativa moriríamos “ipsofactamente” (neologismo de Emilio Gastón) si no frivolizásemos de vez en cuando. No suelo fiarme de las personas demasiado serias, ni de quienes no saben divertirse si no es criticando o malindisponiendo a unos contra otros, ni de aquellos que tienen mal beber y se ponen agresivos. Cualquier cena navideña, de empresa, de amigos o familiar, sería un muermo total si no hubiese frívolos que se esfuerzan con generosidad por la diversión ajena. Según el María Moliner trivializar es sinónimo de disminuir, por eso no me gusta lo trivial aunque se parezca a lo frívolo. Prefiero sumar antes que restar, hacer reír, pensar en cosas divertidas, hacer frivolité, acordarme de algún chiste bueno, cantar en la ducha, y tomarme muy en serio todo aquello que aumente las pequeñas alegrías de la vida.

Heraldo de Aragón (diciembre-2010)

TEJIENDO

El 1 de diciembre mi sobrina empezó unas chocolatinas que vienen en una especie de calendario de adviento. Ese mismo día pensé que sería bonito tejer una bufanda como regalo de Navidad. Deshice una horrible chaqueta que me había enviado mi suegra, y tardé un día entero en recordar cómo se echaban los puntos. Esto sucedió hace justo un año. Mientras tejía la bufanda dejaba de fumar y de pensar cosas raras, así que decidí comprar lanas y hacer más bufandas. La más bonita fue la de mi sobrina, que la llevó todo el invierno. Este año, mientras miles de personas se desesperaban en los aeropuertos, a mí me dio por ejercitar de nuevo la paciencia en el sofá de mi casa. Rescaté las agujas de tejer. Deshice un chaleco largo de lana que no me abrochaba ni por arriba ni por abajo, una de esas compras absurdas que almacenas en el armario. La lana era buena, suave, con algo de mohair. Ahora necesito gafas de cerca para distinguir si el punto es del derecho o del revés y no avanzo tanto como quisiera. Aunque no todo el mundo es como mi adorable sobrina, pensaba que sería un cálido regalo para alguien que me querrá como soy, como la bufanda, con muchos nudos, extraños vacíos, y bastantes irregularidades. Recuerdo que el año pasado tejí una gris para una de mis ex cuñadas, quien se rió en plan piraña al desenvolver el paquete. Afortunadamente nunca tendré que volver a verla, ni a ella ni a mi ex–suegra. No sé cómo quedará la nueva bufanda cuando la termine, quizás es demasiado ancha, pero con ella tengo la sensación de que voy retejiendo una ilusión perdida.

(Heraldo de Aragón, 7-11-2010)

CUADERNO

 

Llega el día de San Miguel y es hora de ponerse al día. Empiezas un cuaderno nuevo. Haces balance del año transcurrido y te llevas la agradable sorpresa de que no ha sido tan mal año, después de todo. Ya lo dabas casi por perdido cuando a última hora te tocó trabajar duro a lo largo del verano. Veías a los demás de vacaciones y te reconcomía la envidia. Pero como no tenías tiempo para pecados capitales, ni veniales siquiera, lo que de primeras suponía un fastidio ha resultado casi una salvación. Es época de ordenar papeles y armarios, y de cambiar el antipolillas de los colgadores. Lo anotas en el cuaderno nuevo: comprar polil. Y enseguida has llenado una página de tareas y observaciones como “imposible abrir la ventana del chaflán”.Te resistes a guardar las sandalias, que querrías llevar todo el año, como hacía Buñuel, porque detestas los calcetines, las medias, y sobre todo los pantys. No te deprime la llegada del mal tiempo, ni la ausencia de luz. Es difícil aburrirse en esta época del año. Te viene a la cabeza la canción de Labordeta: “cuando las uvas dulces van por el aire, el otoño revienta de parte a parte”. Sus letras tenían una belleza misteriosa, como sus poemas. En el cuaderno nuevo escribes un par de versos, en la página contigua al antipolillas, pero en seguida los tachas concienzudamente. Definitivamente la poesía no está en tus genes, pero hacer listados sí, y anotas en vertical los idiomas que querrías aprender algún día: ruso, francés, chino, italiano y walof. Seguramente te decidas por el chino, que es la lengua con más futuro, según dicen. Y debe de ser bonito aprender a escribir de nuevo.

HERALDO DE ARAGÓN (27-9-10)

RESEÑA DE LO BREVE EN LA BIBLIOTECA IMAGINARIA

Título: Lo breve
Autora: Cristina Grande
Editorial: Tropo Editores
Págs: 103
Precio: 10 €


Nunca he sido capaz de escribir un diario de manera continuada, por más que lo haya
intentando. Tampoco se me da bien escribir anotaciones todos los días en la agenda. A veces he pensado que tal vez debería simplemente escribir pensamientos al vuelo, tal vez impresiones inesperadas, pedazos de la realidad que tal vez merezcan ser recordados. Ahora me encuentro que hay alguien que también ha pensado que sería una buena idea, y es más, ha llevado el proyecto a muy buen puerto. Me refiero a Cristina Grande y a su libro, Lo breve, del que pasaré a hablaros de inmediato.
En realidad, lo que ha hecho Cristina Grande es muchomás que anotar pensamientos al vuelo o escribir un diario personal. Pero, ¿cómo podríamos calificar una obra tan singular como ésta de la que hoy pretendo hablaros? Será mejor que empiece intentando
explicaros en qué consiste: Lo breve es un volumen compuesto por 53 piezas así enumeradas, sin título, todas con una extensión (breve, como el título del libro indica)
similar, lo que hace de este libro un compañero ideal para cualquier situación (viajes en metro o en autobús, esperas en la consulta del médico, tardes en la playa...).
Ahora bien: ¿se podría considerar esta obra un diario al uso? No, no lo creo: lo que aquí sucede, todos los pensamientos, las vivencias propias y ajenas y las impresiones que la autora comparte con todos nosotros, los lectores que decidimos adentrarnos en las páginas de este libro, no tienen un orden temporal.
Por el mismo motivo, y aunque muchos de los datos revelados aquí podrían servir más adelante para escribir una biografía, tampoco podríamos calificarlo como obra
biográfica tal y como hoy en día lo entendemos.
Por otra parte, cada una de estas piezas tiene mucho del artículo de opinión (y de hecho, antes de recopilarse en este librito, fueron publicadas en prensa), también del cuento.
No, nada de lo que aquí sucede es ficción. Todo es absolutamente real. Sin embargo, al igual que en el cuento, Cristina Grande sabe darle a estos artículos un comienzo atrayente, un desarrollo ágil y un final sin duda impactante. Es más: Grande sabe exactamente donde poner ese punto y final, donde dejar de narrar antes de que el lector pueda perder el hilo del tema principal para perderse en divagaciones que empobrecerían el conjunto del texto.
Con respecto a la temática, podríamos decir que es de lo más variada: recuerdos propios y familiares, tradiciones aragonesas, noticias de actualidad en el momento de la
escritura, sensaciones transmitidas por la naturaleza, el mundo rural y el urbano, anécdotas de las que no se olvidan, etc. Parece como si cualquier momento fuera bueno para Grande a la hora de desnudar por completo su alma, para ofrecernos lo mejor de ella misma sin tapujos en un ejercicio de sinceridad extrema y valentía literaria y
humana. ¿Creéis que habrá mucha gente capaz de algo así? Cuenta Cristina Grande en el prólogo de este libro que, aunque nació en la rebotica de una farmacia, no estudió más tarde farmacia justamente porque no le gustan las historias tristes. Tal vez ella tenga mucho de farmacéutica, aunque aún no se haya dado cuenta. Y
es que son sus textos de este libro pequeñas pastillas cargadas de sinceridad y buenas letras, colirios para hacer llorar o para todo lo contrario, cápsulas de felicidad ajena que de pronto nos hace sentirnos mejor... (Y paro de contar, porque no acabaría nunca). El caso es que así pasa siempre con la buena literatura: leerla es como tomar un medicamento que apacigua el alma, que nos relaja el cuerpo, que nos transporta a otro mundo. Lo breve es una medicina para el organismo sin efectos secundarios. No dudes en probarlo, pues enseguida empezarás a sentirte mejor.
Nunca he sido capaz de escribir un diario de forma continuada. Tampoco tengo papel y bolígrafo a mano cuando pasan por mi cabeza pensamientos que tal vez merezcan la pena ser contados. Pero no me importa. Por ahora, prefiero que sean otros los que hagan este tipo de ejercicios literarios, más aún cuando lo hacen tan bien como Cristina Grande en Lo breve. Os invito a que lo comprobéis por vosotros mismos. Estoy segura de que no tardaréis en darme la razón.

Cristina Monteoliva

SEÑALES

Elsa cambió de vida de forma radical. Era una urbanita cinéfila y amaxofóbica, y un verano (hace cinco años) aceptó un trabajo en un hotel de alta montaña. No ha cambiado mucho desde entonces, al menos en apariencia. Tiene la misma sonrisa, la mirada igual de verde, el pelo negro y brillante y el mismo caminar de largas zancadas. Me asombra cuando me dice que ha aprendido a esquiar, que ahora tiene un coche muy majo con el que sube y baja por esas endemoniadas carreteras, que ha recorrido a pie y en solitario todos los caminos de los alrededores. Su hermana no entiende que le guste aquello, para ella todos los caminos y todas las gamas de verde son sinónimos de aburrimiento. A Elsa, sin embargo, le gusta caminar incluso en la oscuridad más absoluta, dejando atrás las luces del pueblo. A mí me produce una gran admiración su sabiduría, la sensación que transmite de haber encontrado un lugar en el mundo. Sé que a ella le gustaría darme una pista aunque no me sirviera para nada, sólo porque intuye que en medio de las soledades yo estoy completamente perdida. Nos hemos tomado un par de vinos mientra España jugaba contra Chile y charlábamos ajenas al resultado. Después salimos a pasear por las afueras del pueblo. La luna llena está a punto de asomar por detrás de una montaña. Casi a ciegas la sigo por una negra carreterilla, hasta que nos damos cuenta de que hemos olvidado el paraguas en el bar de la plaza. Desandamos nuestros pasos precedidas por unos cuantos murcielaguetes. La luz de una farola me parece entonces una señal en el camino.

HERALDO DE ARAGÓN (29-6-10)

DECIR SÍ

 

Venía de ver a un amigo enfermo y me apetecía un poco de diversión. Pensé en ir al cine, pero me acordé del dolor de estómago que me había entrado el día anterior viendo una película sobre Mussolini. El cielo estaba bonito, muy movido, con nubes veloces que trajeron a mi memoria la primavera escocesa. En ese momento sonó mi móvil. Era mi primo Alfredo para invitarme a una fiesta muy “cool”, justo lo que necesitaba. Qué suerte tengo, pensé. Sin embargo, un repentino abatimiento me llevó a casa como si mis pies no me pertenecieran. Tenía un ataque de nostalgia, de aquellas fiestas de las rosas en el huerto de la Media Legua, de caras conocidas y desconocidas, de todo lo que pude hacer y de todo lo que había dejado de hacer. La misántropa que llevo dentro es una tirana, no me deja vivir con esa “ligerezza” que admiro en alguna de mis mejores amigas. Esa tarde permití que mi parte tirana se saliera con la suya, aun sabiendo que eso era algo reprobable, algo que no convenía a nadie. Mi amigo enfermo me habría reñido paternalmente, como el maestro Po al Pequeño Saltamontes. La cosa es que hay momentos en que el cansancio nos sirve de justificación para la pasividad, para la negación. Mala cosa. Sólo me faltaba acabar el día metida en Internet, el refugio para los solitarios retráctiles. Tenía un correo muy cariñoso de Esperanza Campos, la ilustradora de mi último libro. Me contaba los detalles de la presentación del libro en Granada. Haber dicho no a ese viaje también pesaba en mi ánimo maltrecho. Se acercaba el solsticio de verano y me prometí tomar alguna pócima mágica que me devolviera una ligera inclinación a decir más veces ”sí”.

HERALDO DE ARAGÓN (22-6-2010)

APRENDER

Hace tiempo que asisto a la función anual de la Escuela de danza de Emilia Baylo. Fue por envidia, viendo a mi sobrina sobre el escenario, por lo que decidí que yo también quería aprender a estar mejor en el mundo. Tuve poca suerte con respecto a mis profesores durante mi época estudiantil. De las monjas, sólo recuerdo con cariño a la madre Gil, que era hermana de un actor de moda, y nos daba clases de inglés cruzando las piernas como Sharon Stone. Años más tarde la visité en un colegio de Zaragoza, donde había ascendido a priora, y comprobé con amargura que no se acordaba de mí. A pesar de mi decepción, algo tuvo que ver ella en mi inclinación repentina por la filología inglesa. En la Universidad tuve dos buenos profesores. La semana pasada me encontré con uno de ellos, José Mª Bardavío, y recordé que todo lo que aprendí de literatura se lo debo a él, porque lo que nos enseñaba -por encima de la “Morfología del cuento”, de todo Shakespeare, y del discurso narrativo del cine norteamericano- era la pasión por la literatura y por la vida. Hasta entonces yo no había pensado en ser escritora. De niña me gustaba bailar, pero nunca me llevaron a ballet pues a mi hermana mayor le había desagradado la experiencia. Emilia me dice que soy muy corajuda, y que tengo buen oído. A veces me riñe porque descuido la postura de mi encorvada espalda, en la que ella sabe interpretar mi grado de aflicción. Al salir del Principal veo a mi sobrina emocionada y un poco cansada. Lleva el pelo tirante y los ojos pintados, parece más adulta que yo. Me pongo a su lado y caminamos juntas muy erguidas. Somos alumnas de Emilia Baylo.

 

HERALDO DE ARAGÓN (15-6-2010)

LO QUE DIJO EN GRANADA JUAN CARLOS FRIEBE SOBRE AGUA QUIETA

 

Los libros, a veces, nos encuentran.

 

 

No los hemos buscado: en realidad pensábamos que no existían. Y de pronto son ellos los que nos encuentran y se instalan, ya para siempre, en nuestras vidas. No es frecuente que esto ocurra, y por eso, cuando pasa, la vida recobra un sentido que parecía perdido. Está visto que los buenos libros, como el amor, todavía suceden de vez en cuando.

 

 

No sé ustedes, pero en ocasiones incluso nos defendemos de tener una ilusión, una esperanza en algo. Para qué: ya nos las vamos sabiendo todas, o eso nos pensamos, en la literatura y en la vida. Hemos perdido el candor del lector que fuimos alguna vez y, por si fuera poco, a estas alturas la ingenuidad está hasta mal considerada. Pero está visto que los libros honestos, como el amor, todavía suceden de vez en cuando.

 

 

Con perdón del tremendo sustantivo, utilizaré una palabra terriblemente trasnochada para definir lo más importante de esa sensación de pérdida, y cuyo uso, en estos tiempos tan raros que corren, desprestigiará a quien la utilice: y así, siento que hemos perdido la pureza, y con ella la naturalidad, en casi todos nuestros actos. Pero está visto que los libros puros, como el amor, todavía suceden de vez en cuando.

 

 

Los libros, a veces, nos encuentran. Y estos dichosos encuentros suelen venir tocados por un brillante y amable halo de azar –esa forma sutil del destino- y envueltos en el misterioso abrigo de un destino –esa forma grosera del azar- no menos misterioso: cuando todo parecía presagiar algo fatídico, inesperadamente surge aquello que nos salva. Cuando más falta nos hacía. Y es que está visto que los libros tienen sus caprichos, sus rarezas -como el amor, como nosotros, los lectores, los amantes, los nuestros- y un irresistible centro de gravedad que por unas cosas u otras, nos atrapa en su órbita.

Quiso el azar, pues, o mi destino, si se prefiere, que “Vagamundos” me invitase a presentar este libro que había ilustrado mi admirada Esperanza Campos, delicadísima artista, bellísima persona; sólo por eso este libro era ya un gran libro. También quiso mi suerte que cuando su amabilísimo editor, a quien le agradezco la confianza -que a buen seguro hoy defraudo estupendamente- me facilitara un ejemplar de “Agua quieta”, éste que me acompaña, yo había tomado la determinación de visitar la exposición que Agustín Ruíz de Almodóvar había inaugurado semanas atrás y que, por cierto, les recomiendo. Casualidad, digo, porque Esperanza y Agustín se conocen, al menos lo bastante como para compartir vida e hijo en común... Así que estaba de Dios, como diría el castizo, que terminase bebiendo de esta agua quieta.

 

 

Y confieso –y esto no es casualidad, sino el resultado de mis propias catástrofes cotidianas- que necesitaba que un libro como “Agua quieta” me encontrara. Y que la promesa de su agua, en mi peculiar travesía por el desierto, no fuese el espejismo de un oasis. Lo necesitaba como agua de mayo porque, al revés que los almendros que se le helaban al abuelo de la autora, allá por marzo, mi mayo marceaba.

 

 

Y confieso también que cuando me encontró supo, cosa rara, enamorarme de forma casi instantánea. “Agua quieta”, para mí, más que un libro fue un flechazo. Un flechazo que me sucedió cuando paseaba por la cuarta línea del primer capítulo y me tropecé con Rip Van Winkle, personaje fundamental de mis primeras lecturas y, poco después, con el elegantísimo broche que cerraba el relato: “Tanta belleza tenía que significar algo”. Y como en el cuento de Washington Irving, me di cuenta de que había estado dormido durante veinte años: y que hacía mucho tiempo que no leía un libro tan hermoso.

 

 

Si una de las virtudes de esta obra es su ligereza, de una nostalgia tan vivaz que por momentos me recuerda algunos pasajes –salvando todas las distancias- de “El principito”, su aparente sencillez esconde una obra carnosa, riquísima, y de una concentración lírica tan emocionante como inusual. No quisiera caer en el error de hablar de la prosa poética de Cristina Grande, aunque la comparación me resulta irresistiblemente tentadora.

 

Cristina Grande (riojana de la cosecha del 62) es autora también de “La novia parapente”, “Dirección noche” y “Naturaleza infiel”. “Agua quieta” recoge 36 artículos, o columnas, que aparecieron -en su mayoría- en el Heraldo de Huesca, y es una colección de preciosas miniaturas que tienen mucho de álbum familiar que invita a pasar sus páginas degustándolas, casi con una mullida rebeca puesta, mientras la puesta de Sol se detiene en algún hermoso rincón de nuestra propia memoria, iluminándolo. Ella misma lo define en una reciente entrevista como “un libro elegíaco, nostálgico, que tiene la voluntad de perpetuar una herencia, los secretos de familia (…) un libro de estados de ánimos, de personajes y de objetos”. Y ciertamente los recuerdos familiares son tratados con una exquisitez entrañable, con un tono pleno de sutil melancolía no exenta, en ocasiones, de una cadencia turbadora y de una voz dolida.



Los capítulos familiares que contiene el libro se van sucediendo a lo largo de sus páginas de forma tan vertiginosa como meditada. Siendo rápidos, son profundamente reflexivos; siendo fugaces dejan, como esas estrellas errantes que dejan un trazo de tiza en la pizarra de los cielos de verano, la sensación de que ha sucedido algo maravilloso, algo inolvidable. Algo único.

 

 

Las anécdotas son variadas. Un viaje en autobús junto a un señor que duerme; un rayo que, de súbito, retrata a una familia; un racimo de uvas que la protagonista compra y que le hará sentir nostalgia de un vino que ya no beberá… Cristina Grande no necesita más para conducirnos, con una sensibilidad y un tacto exquisitos, a lo más profundo de su memoria y, de su mano, a lo más dulce de nuestro propio corazón.

 

 

En realidad las anécdotas son auténticas miniaturas de una miniatura: mínimas, como el brote de la flor de los almendros de su abuelo, de una variedad poco apropiada para el clima de los Monearos según nos cuenta, y que, “sin embargo, ahí siguen, para recordarnos algo, algo escrito en un lenguaje indescifrable”… Con una riqueza expresiva depurada, para nada manierista, consigue que lo más pequeño cobre una relevancia extraordinaria y que una “solitaria amapola amarilla brille como un pequeño sol de otoño”. No habremos compartido en nuestra infancia los mismos paisajes, ni los almendrales heredados, ni los ríos a los que iba con su hermana a pescar truchas, pero todos –creo-, todos nos hemos sentido en algún momento de nuestras vidas los protagonistas “de una película triste, pero bonita” .

 

En otra entrevista Cristina Grande hablaba de Natalia Ginzburg, de Isak Dinesen, y de Chéjov, entre otros, como autores que han influido, de alguna manera, en su obra. No seré yo quien le contradiga. Y sin embargo me llama mucho la atención, sobre todo en “Agua quieta”, una familiaridad literaria distinta y que me lleva –sorpréndanse todos- al pequeño de los Durrell, al gran Gerald Durrell de “Mi familia y otros animales”, “Bichos y demás parientes” y “El jardín de los dioses”. Afortunadamente ella no está aquí para contradecirme, lo que lamento de veras por ustedes, pero su forma de pintar la presencia de la naturaleza, que envuelve de forma constante sus relatos –sencilla y precisa, apenas esbozada en ocasiones pero no por ello menos primorosa- me recuerda vivamente las descripciones de Durrell de la isla de Corfú, que me sumían en una dulcísimo estado de embriagada melancolía…



Y así, cuando hacia el final del libro Cristina enumera… “el verde de los campos, los olivos esplendorosos después de la última poda, el tomillo en flor, las humildes rabanizas que crecen entre las vides, el romero y la ontina con que nos frotábamos los dedos, todas esas cosas, incluso el recuerdo de los tulipanes que no salieron del todo negros, me pusieron ligeramente triste” no puedo dejar de contagiarme de su propio estado de ánimo, quizá porque la alegría no nos hace del todo felices. Quizá porque, a veces, cuando la belleza nos sucede, también nos pone un poco tristes.

Qué envidia escribir así.





















Juan Carlos Friebe, Junio 2010

ARCO IRIS

 

La tarde de fin de año vi un arco iris magnífico junto al río. Iba montada en el 34. Una mujer de edad indefinida me miraba con recelo porque le había tocado ir a contramarcha. En cuanto vi el arco iris por la ventanilla opuesta me levanté como un rayo y la mujer pensó que finalmente mi mala conciencia había actuado adecuadamente. Con mi teléfono móvil saqué varias fotografías a través del cristal. Había llovido un poco. Me bajé en la parada de Cesar Augusto. Una parte del arco iris se veía entre la torre de la Zuda, la torre de San Juan de los Panetes y la torre oeste del Pilar. El 2009 terminaba para mí igual que había empezado, pues casualmente el 1 de enero de 2009 también vi el arco iris sobre la bahía de Vigo y en aquel momento pensé que era un buen augurio, que sería un buen año. La realidad es que 2009 no ha sido bueno, ni para mí ni para la mayoría de los mortales. La crisis ha creado un ambiente de pesimismo general del que pocos logran escapar. Envidio a ese tipo de personas que siempre dicen que todo les va estupendamente, las envidio tanto si es cierto como si no lo es. Hay quien dice que un año es bueno si no hay muerte. Mientras hacía alguna foto más, recibí un mensaje de felicitación de un amigo que no lo está pasando bien desde la muerte de su querida esposa. Le contesté inmediatamente y adjunté una de las fotos del arco iris. Pensé entonces que 2009 había sido un año entre paréntesis. Han pasado los primeros días de este nuevo año. Ha nevado, ha helado, ha soplado con furia el cierzo y en un rincón de mi terraza un geranio rojo ha resistido como si tal cosa. Esa flor me dice que sí, que el 2010 podría ser un año de bienes.

PEQUEÑOS PROPÓSITOS

Año tras año hago una lista mental de pequeños propósitos para el nuevo año. La lista cada vez es más corta. No es por pereza, pues si algo tiene de bueno la edad es precisamente que se va perdiendo la pereza para todos esos actos más o menos repetitivos, mecánicos y cíclicos que marcan el transcurrir del tiempo como las campanadas de un reloj. Antes no me gustaban nada las tareas de la casa, ahora, desde que soy vieja, casi las disfruto. Ya no me quejo cuando hay que hacer las camas para los invitados con tres o cuatro mantas previendo una ola de frío polar, o sacar la vajilla dorada que anda metida en una gran caja de cartón en un rincón del trastero, o extender varios manteles bordados por una de mis tías hasta encontrar uno que no tenga viejas manchas amarillentas y no arrastre por el suelo, porque esas cosas significan que hemos vivido un año más y que aún podemos dedicarnos a esas banalidades. Y luego hay que recogerlo todo, y eso todavía me gusta más, y cuento los cubiertos porque en el tráfago de la cocina suele irse alguno al cubo de la basura. Y pido a gritos que alguien me ayude a plegar la mesa y a arrastrarla por el pasillo hasta devolverla a su lugar en la recocina, donde permanecerá un año entero en estado vegetativo. A su lado, la lavadora está en marcha todo el día, como dando un ritmillo, y cuando centrifuga arroja al suelo el jamonero con jamón y todo. Mi lista de pequeños propósitos es cada vez más corta porque he aprendido que todo se limita a tener una ilusión, y la ilusión no tiene tamaño. O está vivo o estás muerto, como el jamón. Y tengo claro que las manchas del mantel no se irán nunca.

HERALDO DE ARAGÓN (29-12-09)