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Cristina Grande

HACER Y DESHACER

Se llamaba Creolina, como la sustancia rotulada en alguno de los tarros del botamen de mi abuelo. Era flaquica, de color canela. A veces la sacábamos de la jaula y dejábamos que se metiese por detrás de los armarios, donde podía estar días enteros haciendo misteriosos ruidos. A cierta edad ya no le apetecía salir de viaje. Algo parecido me sucede a mí, que vivo intramuros, en la vieja Zaragoza. Doy muchas vueltas por el Casco y cada día me da más pereza atravesar la plaza Aragón-Paraíso. Los ríeles del tranvía me cohíben, me alejan mentalmente en vez de acercarme. Me horroriza la idea de que el Paseo Independencia, que me gusta tanto, se cierre de nuevo al tráfico para dar cabida a la caravana de hierro. Un día Creolina me clavó su largos incisivos en la yema del dedo índice cuando intenté acariciarla a través de los barrotes. Pasé largos ratos viendo cómo daba vueltas en su rueda, primero en una dirección y luego en otra. Era como si deshiciese el camino que le había llevado lejos de su casa. Hacer y deshacer, a veces para nada. Soy una ciudadana antigua que lleva 31 años empadronada. Conozco mi barrio a la perfección, veo su carencias, sus defectos, su belleza (que permanecerá por los siglos de los siglos), su capacidad de transformación. Me siento parte de él y reconozco que me desagrada la idea del tranvía pero, como no soy un hámster, no puedo morder a nadie. Mi naturaleza pensante me dice que todo es hacer y deshacer, prueba y error, un no parar sin mirar atrás. ¿A qué fin?, me digo. Y como le doy tantas vueltas a la noria cerebral, a menudo me entran dudas.

HERALDO DE ARAGÓN (7-2-11)

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