ABRIL
La gente también muere en abril, entre las flores, uno de esos días claros y hermosos, mientras los remeros pasan bajo los puentes del Ebro y el sol se pone como dibujado sobre un telón de fondo creado para la ocasión. Mientras las calles del Tubo se llenan de amigos que celebran algo, que ríen abiertamente, que tienen niños pequeños, bicis y perros. Mientras las chicas jóvenes cruzan las piernas en la terraza del puerto fluvial y lucen cuerpos ajustadísimos y largas melenas de ninfa. Mientras se hace un vía crucis en el convento de las canonesas del Santo Sepulcro, dentro de su bello claustro gótico renacentista, y alguien hace una foto de un mosaico mudéjar muy bien conservado. Mientras observo la vida a mi alrededor y de pronto recuerdo que mi abuelo murió un 11 de abril, hace ya más de veinte años. Escribí ese día un sentido poema que luego no leí en su entierro. Creo que lo perdí. Creo que hablaba de la ontina, del llantén, y de los cielos de los Monegros. Y mientras lo escribía perdí la voz por completo, durante dos días. Mi abuela, mi madre y yo caminábamos tras el coche fúnebre hacia el cementerio. Era un día de mucho sol. Verdeaba el cereal mientras llorábamos quedamente y el paisaje se veía más bonito a cada paso. Memoria y deseo, dice Eliot en su “Tierra baldía”. No creo que abril sea el mes más cruel. Quizás sea uno de los más implacables por su belleza contundente, y porque la vida parece –sólo parece- recién estrenada, mientras decides que estás orgullosa de tus canas.
HERALDO DE ARAGÓN (12-4-11)
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