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Cristina Grande

OJOS ROJOS

 

Afuera se oían tambores. Sonaban rítmicos y amortiguados, como el latido de una enorme criatura que merodease por los alrededores. Adentro la sala estaba oscura. Los ojos se me habían enrojecido al ver de nuevo a José Antonio Labordeta en el documental “La voz del viento” (Víctor Forniés, 2008). Al salir me sorprendió un intenso olor a hierro. Huele a sangre, dijo una mujer. Mi ojos seguían rojos, como los del herrero de mi pueblo. Se llamaba Ángel. Mi madre se disgustaba con él porque hacía lo que quería. En un papel cuadriculado mi madre dibujaba camas, lámparas y apliques que en nada se parecían al resultado final. El herrero retorcía hasta el delirio los elegantes diseños de mi madre. Sus ojos siempre estaban rojos, casi ensangrentados. En algún momento debieron ser unos bonitos ojos azules, de un azul intenso, como su mono de trabajo. Me gustaba mucho ir a la herrería y ver a ese hombre con brasas en los ojos. Es caprichosa la memoria. Me pregunto cuál es la conexión entre el herrero de mi pueblo y José Antonio Labordeta. Quizás la pasión por la vida, esa pasión que transmiten algunas personas y que tiene un cierto olor a hierro. Los tambores seguían sonando en la distancia. Un ligero cierzo bombeaba el sonido como acoplándose a los latidos de mis sienes. Los recuerdos iban y venían en oleadas. El sol se ocultaba simulando un bello atardecer africano. Me escocían los ojos y me habría gustado llorar por los ausentes, pero ellos seguían conmigo, en mi flujo sanguíneo. Acababa de empezar la Semana Santa.

HERALDO DE ARAGÓN (19-4-2011)

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