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Cristina Grande

ACEITE

Fuimos a Lanaja a dos cosas: a ver a mis tíos y a buscar el aceite de nuestra tercera parte del olivar del saso. Mi madre iba en el asiento trasero un poco taciturna. No comentó, como de costumbre, lo manipulables que éramos en aquellos años en los que decían que el aceite de oliva era malo para la salud. Ella compraba en esa época aceite de girasol, dejando arrinconado el aceite de oliva, no sin dolor de corazón, para que tiempo después dijeran todo lo contrario y acabáramos desconfiando de los gobiernos. Iba mirando por la ventanilla, preocupada (supongo) por la salud su hermana. Sólo dijo “está bastante majo el sementero” y “Alcubierre city” cuando pasamos por delante de Casa Ruata. No dijo nada tampoco acerca del incendio vandálico de las trincheras en la ruta de Orwell. Mi tío Carmelo había abierto la puerta falsa de par en par y un gato negro muy fuino me recordó la ausencia de mi abuela. La casa estaba caliente y mi tía sonrió a su hermana. Por un momento se me cortó la respiración al ver por primera vez en mi vida que el reloj de la escalera estaba parado. Me pareció que el corazón de la casa había dejado de latir. Vaya imaginación la tuya, dijo una voz amada para sacarme de mi ensimismamiento. Mi primo Carlo dijo que el aceite de este año era muy bueno, “pura medicina” según él. Cargamos unas cuantas cajas en el maletero. ¿Os habéis creído que tengo un Pegaso?, habría dicho mi padre. Volvimos casi volando. En mi imaginación ese aceite medicinal representaba el amor fraterno, y me puse contenta cuando descargamos las garrafetas en la puerta de casa.

HERALDO DE ARAGÓN (31-1-11)

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