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Cristina Grande

LO QUE DIJO EN GRANADA JUAN CARLOS FRIEBE SOBRE AGUA QUIETA

 

Los libros, a veces, nos encuentran.

 

 

No los hemos buscado: en realidad pensábamos que no existían. Y de pronto son ellos los que nos encuentran y se instalan, ya para siempre, en nuestras vidas. No es frecuente que esto ocurra, y por eso, cuando pasa, la vida recobra un sentido que parecía perdido. Está visto que los buenos libros, como el amor, todavía suceden de vez en cuando.

 

 

No sé ustedes, pero en ocasiones incluso nos defendemos de tener una ilusión, una esperanza en algo. Para qué: ya nos las vamos sabiendo todas, o eso nos pensamos, en la literatura y en la vida. Hemos perdido el candor del lector que fuimos alguna vez y, por si fuera poco, a estas alturas la ingenuidad está hasta mal considerada. Pero está visto que los libros honestos, como el amor, todavía suceden de vez en cuando.

 

 

Con perdón del tremendo sustantivo, utilizaré una palabra terriblemente trasnochada para definir lo más importante de esa sensación de pérdida, y cuyo uso, en estos tiempos tan raros que corren, desprestigiará a quien la utilice: y así, siento que hemos perdido la pureza, y con ella la naturalidad, en casi todos nuestros actos. Pero está visto que los libros puros, como el amor, todavía suceden de vez en cuando.

 

 

Los libros, a veces, nos encuentran. Y estos dichosos encuentros suelen venir tocados por un brillante y amable halo de azar –esa forma sutil del destino- y envueltos en el misterioso abrigo de un destino –esa forma grosera del azar- no menos misterioso: cuando todo parecía presagiar algo fatídico, inesperadamente surge aquello que nos salva. Cuando más falta nos hacía. Y es que está visto que los libros tienen sus caprichos, sus rarezas -como el amor, como nosotros, los lectores, los amantes, los nuestros- y un irresistible centro de gravedad que por unas cosas u otras, nos atrapa en su órbita.

Quiso el azar, pues, o mi destino, si se prefiere, que “Vagamundos” me invitase a presentar este libro que había ilustrado mi admirada Esperanza Campos, delicadísima artista, bellísima persona; sólo por eso este libro era ya un gran libro. También quiso mi suerte que cuando su amabilísimo editor, a quien le agradezco la confianza -que a buen seguro hoy defraudo estupendamente- me facilitara un ejemplar de “Agua quieta”, éste que me acompaña, yo había tomado la determinación de visitar la exposición que Agustín Ruíz de Almodóvar había inaugurado semanas atrás y que, por cierto, les recomiendo. Casualidad, digo, porque Esperanza y Agustín se conocen, al menos lo bastante como para compartir vida e hijo en común... Así que estaba de Dios, como diría el castizo, que terminase bebiendo de esta agua quieta.

 

 

Y confieso –y esto no es casualidad, sino el resultado de mis propias catástrofes cotidianas- que necesitaba que un libro como “Agua quieta” me encontrara. Y que la promesa de su agua, en mi peculiar travesía por el desierto, no fuese el espejismo de un oasis. Lo necesitaba como agua de mayo porque, al revés que los almendros que se le helaban al abuelo de la autora, allá por marzo, mi mayo marceaba.

 

 

Y confieso también que cuando me encontró supo, cosa rara, enamorarme de forma casi instantánea. “Agua quieta”, para mí, más que un libro fue un flechazo. Un flechazo que me sucedió cuando paseaba por la cuarta línea del primer capítulo y me tropecé con Rip Van Winkle, personaje fundamental de mis primeras lecturas y, poco después, con el elegantísimo broche que cerraba el relato: “Tanta belleza tenía que significar algo”. Y como en el cuento de Washington Irving, me di cuenta de que había estado dormido durante veinte años: y que hacía mucho tiempo que no leía un libro tan hermoso.

 

 

Si una de las virtudes de esta obra es su ligereza, de una nostalgia tan vivaz que por momentos me recuerda algunos pasajes –salvando todas las distancias- de “El principito”, su aparente sencillez esconde una obra carnosa, riquísima, y de una concentración lírica tan emocionante como inusual. No quisiera caer en el error de hablar de la prosa poética de Cristina Grande, aunque la comparación me resulta irresistiblemente tentadora.

 

Cristina Grande (riojana de la cosecha del 62) es autora también de “La novia parapente”, “Dirección noche” y “Naturaleza infiel”. “Agua quieta” recoge 36 artículos, o columnas, que aparecieron -en su mayoría- en el Heraldo de Huesca, y es una colección de preciosas miniaturas que tienen mucho de álbum familiar que invita a pasar sus páginas degustándolas, casi con una mullida rebeca puesta, mientras la puesta de Sol se detiene en algún hermoso rincón de nuestra propia memoria, iluminándolo. Ella misma lo define en una reciente entrevista como “un libro elegíaco, nostálgico, que tiene la voluntad de perpetuar una herencia, los secretos de familia (…) un libro de estados de ánimos, de personajes y de objetos”. Y ciertamente los recuerdos familiares son tratados con una exquisitez entrañable, con un tono pleno de sutil melancolía no exenta, en ocasiones, de una cadencia turbadora y de una voz dolida.



Los capítulos familiares que contiene el libro se van sucediendo a lo largo de sus páginas de forma tan vertiginosa como meditada. Siendo rápidos, son profundamente reflexivos; siendo fugaces dejan, como esas estrellas errantes que dejan un trazo de tiza en la pizarra de los cielos de verano, la sensación de que ha sucedido algo maravilloso, algo inolvidable. Algo único.

 

 

Las anécdotas son variadas. Un viaje en autobús junto a un señor que duerme; un rayo que, de súbito, retrata a una familia; un racimo de uvas que la protagonista compra y que le hará sentir nostalgia de un vino que ya no beberá… Cristina Grande no necesita más para conducirnos, con una sensibilidad y un tacto exquisitos, a lo más profundo de su memoria y, de su mano, a lo más dulce de nuestro propio corazón.

 

 

En realidad las anécdotas son auténticas miniaturas de una miniatura: mínimas, como el brote de la flor de los almendros de su abuelo, de una variedad poco apropiada para el clima de los Monearos según nos cuenta, y que, “sin embargo, ahí siguen, para recordarnos algo, algo escrito en un lenguaje indescifrable”… Con una riqueza expresiva depurada, para nada manierista, consigue que lo más pequeño cobre una relevancia extraordinaria y que una “solitaria amapola amarilla brille como un pequeño sol de otoño”. No habremos compartido en nuestra infancia los mismos paisajes, ni los almendrales heredados, ni los ríos a los que iba con su hermana a pescar truchas, pero todos –creo-, todos nos hemos sentido en algún momento de nuestras vidas los protagonistas “de una película triste, pero bonita” .

 

En otra entrevista Cristina Grande hablaba de Natalia Ginzburg, de Isak Dinesen, y de Chéjov, entre otros, como autores que han influido, de alguna manera, en su obra. No seré yo quien le contradiga. Y sin embargo me llama mucho la atención, sobre todo en “Agua quieta”, una familiaridad literaria distinta y que me lleva –sorpréndanse todos- al pequeño de los Durrell, al gran Gerald Durrell de “Mi familia y otros animales”, “Bichos y demás parientes” y “El jardín de los dioses”. Afortunadamente ella no está aquí para contradecirme, lo que lamento de veras por ustedes, pero su forma de pintar la presencia de la naturaleza, que envuelve de forma constante sus relatos –sencilla y precisa, apenas esbozada en ocasiones pero no por ello menos primorosa- me recuerda vivamente las descripciones de Durrell de la isla de Corfú, que me sumían en una dulcísimo estado de embriagada melancolía…



Y así, cuando hacia el final del libro Cristina enumera… “el verde de los campos, los olivos esplendorosos después de la última poda, el tomillo en flor, las humildes rabanizas que crecen entre las vides, el romero y la ontina con que nos frotábamos los dedos, todas esas cosas, incluso el recuerdo de los tulipanes que no salieron del todo negros, me pusieron ligeramente triste” no puedo dejar de contagiarme de su propio estado de ánimo, quizá porque la alegría no nos hace del todo felices. Quizá porque, a veces, cuando la belleza nos sucede, también nos pone un poco tristes.

Qué envidia escribir así.





















Juan Carlos Friebe, Junio 2010

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