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Cristina Grande

APRENDER

Hace tiempo que asisto a la función anual de la Escuela de danza de Emilia Baylo. Fue por envidia, viendo a mi sobrina sobre el escenario, por lo que decidí que yo también quería aprender a estar mejor en el mundo. Tuve poca suerte con respecto a mis profesores durante mi época estudiantil. De las monjas, sólo recuerdo con cariño a la madre Gil, que era hermana de un actor de moda, y nos daba clases de inglés cruzando las piernas como Sharon Stone. Años más tarde la visité en un colegio de Zaragoza, donde había ascendido a priora, y comprobé con amargura que no se acordaba de mí. A pesar de mi decepción, algo tuvo que ver ella en mi inclinación repentina por la filología inglesa. En la Universidad tuve dos buenos profesores. La semana pasada me encontré con uno de ellos, José Mª Bardavío, y recordé que todo lo que aprendí de literatura se lo debo a él, porque lo que nos enseñaba -por encima de la “Morfología del cuento”, de todo Shakespeare, y del discurso narrativo del cine norteamericano- era la pasión por la literatura y por la vida. Hasta entonces yo no había pensado en ser escritora. De niña me gustaba bailar, pero nunca me llevaron a ballet pues a mi hermana mayor le había desagradado la experiencia. Emilia me dice que soy muy corajuda, y que tengo buen oído. A veces me riñe porque descuido la postura de mi encorvada espalda, en la que ella sabe interpretar mi grado de aflicción. Al salir del Principal veo a mi sobrina emocionada y un poco cansada. Lleva el pelo tirante y los ojos pintados, parece más adulta que yo. Me pongo a su lado y caminamos juntas muy erguidas. Somos alumnas de Emilia Baylo.

 

HERALDO DE ARAGÓN (15-6-2010)

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