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Cristina Grande

PRINCIPIANTES

Íbamos a Lanaja, al entierro de mi tía Dorita. Era sábado. Amenazaba tormenta. Paramos a repostar en una gasolinera de la avenida de Cataluña. Desde mi asiento de copiloto veía un coche rojo aparcado ante un gran cartel que decía “Aire y agua”. Delante del cartel una pareja de mediana edad se besaba apasionadamente. Él estaba bajo la palabra Aire y ella bajo la palabra Agua. El beso de la pareja me produjo un extraño consuelo, era como un bálsamo contra mi tristeza. Me acordé de la película Beginners, de los dibujos que hacía Ewan McGregor para crear “la historia de la tristeza”. La muerte de un ser querido puede producir, por contradictorio que parezca, el principio de una forma de reconducir nuestras vidas. En todo aprendizaje hay algo doloroso, algo que dejar atrás –incluso la propia tristeza-. Mi hermano conducía muy despacio, el viaje se me estaba haciendo interminable y temía que no llegaríamos al entierro. Luego todo transcurrió según lo previsto, como en una escena dirigida por un buen director. La tristeza y la alegría iban agarradas del brazo, como nosotros tras el féretro, camino del cementerio. A la vuelta conducía mi primo Alfredo. “Es increíble”, dijo, “que ayer mi madre estuviera viva y a estas horas ya esté enterrada”. Mi primo conducía deprisa, con la seguridad de quien conoce bien el camino. Las lágrimas y el sudor me habían dejado seca, y no tenía palabras. Íbamos por una larga recta.  Nada de lo que dijera podría aliviar su tristeza ni el desasosiego por el futuro. Le encendí un cigarrillo.

HERALDO DE ARAGÓN (22-8-2011)

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