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Cristina Grande

CALLE ARRIBA

Iba yo en un bus urbano hacia la plaza Aragón cuando vi a mi tía Amanda caminando por la acera calle arriba. Tu tía ha ido a la peluquería, había dicho mi madre al preguntar por ella un rato antes. Me extrañó que fuera en dirección contraria a la casa de mi madre. Pensé que iría a comprar una ensaimada mallorquina. Marqué su número de móvil, quería decirle que la veía muy guapa y estilosa con su nuevo peinado y su falda trapezoidal, pero no contestó. Hay cosas que deben decirse en el momento. Aunque es muy cariñosa, no siempre hemos estado de acuerdo ella y yo en nuestros planteamientos vitales. Desde mi asiento a contramarcha y a velocidad de travelling cinematográfico vi a mi tía caminando, sin que ella me viera a mí, y en ese instante me di cuenta, como en una especie epifanía irrepetible, de lo mucho que la quiero. Pensé que si no volviera a verla por cualquier imprevisto que pudiera sucederme a lo largo del día -que me diera un infarto, que sufriera un atropello cruzando indebidamente, que alguien me apuñalara sin venir a cuento, o cualquier otra desgracia- me daría mucha rabia no haberle dicho que le favorecía ese nuevo corte de pelo. Mi tía Amanda sale bastante en estos artículos semanales que forman ya una gran columnata. Ella vive en Madrid hace cuarenta años y no suele leerme, pero la distancia física no ha conseguido alejarnos. La veo caminar y me veo a mí misma, y pienso que las mujeres de mi familia somos un poco salmónidas, siempre calle arriba remontando la corriente.

HERALDO DE ARAGÓN (9-6-2015)

 

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