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Cristina Grande

BALANCES

Voy en un bus de la línea 39 hacia Torrero. Frente a mí se sienta una mujer de edad incierta. Lleva sobre el regazo una rosa roja de floristería, envuelta con mucho celofán y acompañada de florecillas blancas. Va al cementerio, supongo, a depositar la rosa en la tumba de su padre, que murió hace unos años, supongo, y era quien mejor la comprendía. No se portó bien con él. Su cara me resulta familiar. Puede que la conociese hace mucho tiempo, cuando éramos estudiantes ella y yo. El año llega a su fin. Se contraponen los sentimientos. Hacer balance del año, como cualquier balance, nunca sale a cuenta. Qué caro nos sale ser elegantes, suele decir mi madre. Como soy agorera y pesimista, lo cual quiere decir que en mis noches de insomnio toda clase de desgracias desfilan ante mis ojos como la santa compaña, el año no resulta tan malo después de todo. Soñar cosas buenas -que todo se arregla, que no hay más guerras, ni horribles enfermedades, ni hambre, ni desamor- no suele estar a mi alcance porque temo a la desilusión tanto como al fracaso. La mujer de la rosa roja mira a un anciano empeñado en enderezar uno de esos agarraderos a los que no llegamos la mayoría de los zaragozanos. El hombre percibe nuestra mirada. Sonríe cuando consigue su propósito y percibe nuestro gesto de aprobación a dúo. Cree que somos hermanas. Lo cree hasta que todos se apean en la plaza de las Canteras, y me quedo sola con el conductor. Yo sigo un poco más. Siempre habrá tiempo para balances y cementerios.

HERALDO DE ARAGÓN (30-12-2014)

 

 

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