CADENAS
Tengo que comprar unas cadenas, dice Antoine mientras miramos un folleto de publicidad donde las anuncian. Me extraña lo poco que han evolucionado las cadenas en los últimos cuarenta años. Y digo cuarenta años porque era yo la encargada de ayudar a mi padre a ponerlas cuando viajábamos a la montaña en los años setenta. Las previsiones meteorológicas de entonces parecían inventadas por un adivino, no se cumplían nunca. Nuestro 1430 nos resultaría hoy incomodísimo, con aquellos asientos rígidos (no existía la palabra ergonómico ni los cinturones traseros) y el firme de las carreteras destrozaba lo que ilusamente llamábamos la suspensión. Y las luces, no digamos, prehistóricas comparadas con las de xenón. Una vez nos pilló una gran nevada ya de noche, pasado Graus, solos en la carretera. Recuerdo a mi padre acuclillado junto a una de las ruedas, jurando en arameo, mientras yo intentaba alumbrarle y leer las instrucciones con una linterna, y las manos entumecidas nos impedían enganchar las diabólicas cadenas. ¿Cómo podíamos viajar sin móvil, y sin saber lo que encontraríamos por el camino? Pero no íbamos a quedarnos siempre en casa. Creo que vivíamos muy relajados al albur de la divina providencia. Mi padre murió hace exactamente treinta años y si ahora resucitara (alguna vez sueño con ello) se asombraría de que los coches fantásticos que conducimos necesitaran las mismas cadenas rudimentarias de hace cuarenta años. Y se asombraría también de que pudiéramos vivir con tanta prevención y tantos miedos. HERALDO DE ARAGÓN (19-11-2013)
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Jorge Martínez -
Lola -