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Cristina Grande

SIN COMPLEJOS

 


Gabriela ha cumplido nueve años. Tiene la misma estatura y talla que yo, y ya no puede heredar mis zapatos porque le quedan pequeños. Antes las chicas altas solían tener complejo, iban encorvadas, con la cabeza gacha. Los chicos no se atrevían a ligar con ellas (¿tendrían complejo de bajos?). Algunos complejos se sufrían mucho más durante el verano. En la piscina no había forma de disimular redondeces, manchas de nacimiento, orejas de soplillo y demás ignominias. Si además eras miope y tenías que dejar las gafas sobre la toalla, temiendo que alguien las pisase, y te lanzabas al agua en plan patoso, el ridículo estaba asegurado. Los complejos eran una pesadez, y era difícil quitárselos de encima. Me pregunto de dónde provenían y cuál era su razón de ser, si los sembraban igual que decían que sembraban las plagas de piojos. Algunos se agarraban tanto al alma que ni aún en la madurez conseguirías exterminarlos del todo, porque habrían pasado a ser parte de tu personalidad y quizás, con el tiempo, los podrías transformar en simples extravagancias. Mi amiga Ana creía tener los dedos demasiado cortos y se dejaba crecer las uñas hasta límites insospechados, y empezó a coleccionar toda clase de uñas postizas hasta hacer de ello su profesión. Viendo a Gabriela en traje de baño, jugando en su Nintendo a cocinar crepes de no sé qué, tengo la fugaz impresión de que los complejos han sido sustituidos por los percentiles de la consulta del pediatra, que es una cosa más neutra. Y tengo la seguridad de que es más feliz que cualquiera de las siete amigas que nos sentábamos en el bordillo de la piscina un día de agosto de los años setenta.

HERALDO DE ARAGÓN (11-8-2009)

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