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Cristina Grande

LA MAGDALENA

 

Después de una larga restauración, la Iglesia de la Magdalena parece nueva. Su torre me recuerda a una joven esbelta muy bien educada, mas siempre dispuesta a no perderse cualquier celebración o festejo. A ras de suelo la han rodeado con mojones de piedra que impiden el acercamiento excesivo de los vehículos. Una furgoneta abollada se da con uno de ellos, y luego con otro, y se ve que el conductor es un habitante de la zona que no contaba con esos recientes obstáculos. Por las ventanillas abiertas se oye flamenco. Samantha, tras los tiradores de cerveza de su local, vigila de cerca el tráfago de gentes y sonríe. Un bollo más no importa. Suele haber un ambiente de set televisivo en esta plaza donde no existe el drama. El gallo de la torre dirige el viento a su aire, no es una veleta fiable, no tanto como la de la torre de San Pablo, según dicen los expertos (además han anunciado vientos variables y el gallo se despista). Samantha prepara unos bocadillos de ternasco para una parejita sentada bajo un árbol del amor de hojas acorazonadas. La torre de la Magdalena me parece una de las más bonitas torres mudéjares porque siempre que la miro me devuelve una sonrisa, como si no tuviese recuerdos, ni albergase en sus grietas ningún tiempo perdido. Es lo bueno del ladrillo: las construcciones de ladrillo, por muy viejas que sean, conservan un aire juvenil, cosmopolita y moderno, como si no tuvieran necesidad de sufrir en vano. Al atardecer, la torre se siente obligada a cimbrearse un poco para lucir la antigua orfebrería heredada de sus ancestros. La furgoneta abollada se aleja dando saltos de alegría.

HERALDO DE ARAGÓN (6-10-2009)

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