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Cristina Grande

GARRAFETAS

   Mi abuelo quiso que el olivar del saso quedase para sus hijas, para que nunca les faltara aceite ni vino. Mi abuelo no era como el Rey Lear y sabía que sus tres hijas lo querían por igual. Las vides desaparecieron hace un tiempo, pero los olivos, a pesar de haber sufrido heladas y un atroncamiento, siguen dando fruto. El aceite nunca se escatimó en Casa Franco. La abuela Juliana, que era la madre de mi abuelo, no sabía lo que era una aceitera: directamente de la zafra, vertía el aceite en sartenes y ensaladeras. Ese gesto de esplendidez en una mujer más bien rancia ha pasado a la memoria familiar. El aceite de este año ya está almacenado en la despensa, en garrafetas de cinco litros que se agrupan en tres lotes, uno por cada hija. El lote de la pequeña, que no se llama Cordelia sino Amanda, viaja en sucesivas tandas a Madrid dentro del maletero de un coche. El lote de mi madre, que es la segunda, se extiende por Zaragoza, y es mi hermano quien, quizás por haber heredado los genes julianos, tira de garrafa con mayor alegría. Si alguna vez el aceite aparece en la lista de la compra será por un fallo de intendencia en el habitual trasiego de garrafetas. El lote de la mayor permanece en la despensa de Casa Franco, en el sitio donde antes estaba la zafra, marcado por manchas indelebles en el suelo. Es un aceite de más de un grado de acidez. Por eso no nos saben a nada otros aceites. Lo mismo le pasaba a mi abuelo con el vino embotellado. Las vides casi se arrancaron ellas solas, y aun así fue doloroso. El Rey Lear repudió a la hija que más lo quería. La tempestad literaria vuelve a la calma en la vida real. Las oliveras siguen dando fruto para tres hermanas que se quieren de verdad.

Publicado en Heraldo de Aragón (edición Huesca) el 17-2-2008

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