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Cristina Grande

ESPIAR

Yo tenía unos dieciséis años. Mi padre nos pasaba las llamadas desde el piso de abajo por medio de un interfono grandote que tenía varias teclas. Había que mantener apretada la tecla roja mientras hablabas. “Coge el teléfono, es para tí”, decía mi padre por el aparato. Entonces corría al comedor, donde estaba el teléfono, y en cuanto me ponía a hablar oía el click que significaba que mi padre no se quedaba escuchando mis conversaciones. Sólo una vez sospeché que seguía ahí. Mi amiga Isabel estaba nerviosa. La noche anterior, en la discoteca, nos vimos involucradas en una pelea de chicos y acabamos todos en el cuartelillo de la Guardia Civil. Mi padre subió inmediatamente, en cuanto colgué el auricular. Estaba enfadado, preocupado. Yo también me enfadé, quería que respetase mi intimidad. No estaba acostumbrada a que mis padres controlasen todos mis movimientos, los padres de entonces no solían ser así, no veían peligros por doquier. Mi madre no leía mi diario, ni registraba mis cajones, ni leía las cartas de mis amigas que yo me olvidaba, casi adrede, en cualquier parte. Son bastantes las mujeres de mi edad que últimamente, y como si de un virus contagioso se tratara, confiesan leer los mensajes y correos de sus hijas adolescentes. Quieren saberlo todo y protegerlas, pero una mañana la niña se levanta con un piercing en la lengua y unas alas de murciélago tatuadas en en uno de sus homóplatos. Le conté a mi padre lo sucedido en la discoteca. El enfado se nos pasó enseguida. Casi me sentí contenta por la preocupación de mi padre. Otra cosa -muy distinta- habría sido que grabase mis conversaciones teléfonicas, o que hubiera puesto una cámara oculta en nuestro cuarto de baño.

Heraldo de Aragón (25-5-09)

1 comentario

laluztenue -

Hola, Cristina: He leído en estos días Naturaleza infiel y La novia parapente, y me han gustado mucho, sobre todo algunos cuentos de esta última, que me parecen verdaderamente geniales.

(Tu blog tiene buena pinta).

Un saludo.

Un saludo.