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Cristina Grande

VILLA PEREZA

Pensaba hacer un elogio de la pereza. De aquellas interminables tardes de verano en que nos obligaban a dormir la siesta, porque nuestra única obligación era no molestar demasiado a los adultos, y nos pasábamos el rato mirando al techo, adivinando por los reflejos proyectados en él de qué color y tamaño era el vehículo que pasaba bajo nuestro balcón. No teníamos que hacer deberes, para eso habíamos sacado buenas notas en junio. No teníamos lecturas obligatorias, no teníamos un ojo constante sobre nuestras cabezas vigilando nuestra diversión. Perder el tiempo era algo natural. Nuestras abuelas decían “El tiempo Dios lo da”, y Julio Ramón Ribeyro en sus diarios decía “Toda evocación es tiempo robado al tiempo”. El verano se prestaba a la distensión, a la gandulería, era la época ideal para los incapaces de tomar en serio sus vidas. La fábula de la cigarra y la hormiga nos aterrorizaba, temíamos la llegada del mal tiempo. Preferíamos no pensar. Merendábamos pan con vino y azúcar, y así aumentaba nuestra modorra con la extraña sensación de que el tiempo podía llegar a coagularse como la sangre. El futuro estaba muy lejos, en el lado oculto de la luna. No éramos ni muy felices ni muy desgraciados, eso no había por qué analizarlo. Veíamos en la tele a la estrafalaria Pippi Langstrump (el opuesto a la niña de la actual “Villa Pereza”) y nos parecía casi normal su rebeldía. El verano no ha dejado de ser rebelde, reacio a cualquier tipo de construcción sólida -como la del mayor de los tres cerditos-, y aunque la vida discurre rápida, aún quedan remansos tranquilos donde es posible robar tiempo al tiempo.

Heraldo de Aragón (21-7-2009)

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