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Cristina Grande

MI LUGAR

Yo no sé cómo se lucha contra la despoblación. Me crie en un pueblo, pero estaba en mi código genético que un día me iría a la ciudad. Para mí la ciudad era algo abstracto, un destino incuestionable, y luego me costó adaptarme al asfalto y al bullicio permanente. Zaragoza resultó, sin embargo, una madrastra ideal, enrollada, generosa y poco exigente. Le debo mucho, por no decir todo. Y creo que en Zaragoza encontré mi lugar en el mundo. Pero todo tiene un precio. Las aglomeraciones me asustaban, y eso no lo he podido superar del todo. En plenas fiestas del Pilar, nos volvemos locos los que vivimos en el casco histórico. Y escapamos a la casa del pueblo para vivir tranquilos. Los niños y los viejos estamos mejor en los pueblos. Incluso cuando llega el mal tiempo. El tejido social es limitado, pero auténtico, y no depende de las redes virtuales. Los amigos llaman a la puerta de casa. Tomamos vermú y olivas rellenas. Hacemos tertulia. Brindamos para celebrar que seguimos vivos. Y por la tarde, cuando nos quedamos solos, nos atrincheramos tras una pila de libros mientras el sol se derrumba por el horizonte. La oscuridad y el silencio se hacen amables. No hay por qué tener miedo. Siempre fui miedosa, y un poco valiente a ratos. Tenía miedo a morir joven, a no tener tiempo suficiente para cumplir mis sueños, que eran inconcretos y por tanto inexistentes. También tenía miedo a la vejez y a las murmuraciones. Mi ciudad me enseñó a olvidar los miedos. Me enseñó que se puede ser libre casi en cualquier sitio.

HERALDO DE ARAGÓN (8-10-2019)

MAPAS

Estaba en la costa cuando anunciaron la ola de calor. No acababa de creerlo. Mi habitual pesimismo es reversible en ciertos casos. Pero tanto insistían los meteorólogos con sus mapas morados que la ola de calor no quiso pasar de largo. Pensaba en mi pobre madre, que quizás no bebiera suficientes líquidos. Y pensaba en mis pobre macetas. El día del regreso, el calor seguía aquí. Mi madre estaba bien, aunque un poco ojerosa. Los geranios se habían achicharrado. Por la tarde tuve que salir al supermercado. Mi aspecto dejaba mucho que desear pero no tenía ánimo para arreglarme. Estaba fatigada. En mi vida había llevado tan malos pelos. Seguro que me encuentro con alguien, pensé, pero quién va a salir a las cinco de la tarde con este calor. Como era de esperar, me topé de frente con una de esas conocidas que te miran de arriba abajo. Habría querido salir corriendo, pero tuve que hacer el paripé, y casi evitaba mirarla a los ojos –como si así pudiera hacerme menos visible- y respondí de forma evasiva a todo lo que me preguntó. Después, una vez en la calle, me sentí mareada. Tal vez fuese por el calor, o por el mal rato que había pasado frente a la conocida que, por cierto, lucía estupenda, bronceada, tatuada y “peluquereada”. Hay mujeres verano, y yo no soy una de ellas. No me gusta bajar a la playa ni tomar el sol. Me habría gustado ser como mi amiga Paloma, que sabe navegar y arriar las velas, escribe novelas y pesca lubinas en el Mar Menor. No bajaría la mirada ante nadie si yo supiera leer las cartas de navegación.

HERALDO DE ARAGÓN (2-6-2019)

SAN JOSÉ

San José ya no se celebra como antes. En mi mente, sin embargo, el 19 de marzo sigue siendo festivo. Cuando consigamos viajar al pasado volveré a una de aquellas comidas en que celebrábamos el santo de mi padre y de mi hermano. Mi abuelo también se llamaba José, pero tengo pocos recuerdos de él. Si pudiera volver al pasado, haría lo imposible por mantener iluminados los instantes de felicidad que vislumbro entre la niebla de lo que fui. Mi padre no llegó a viejo. A veces intento imaginarlo con ochenta años. Me pregunto si seguiría vistiendo traje y corbata, o habría adoptado como uniforme el pantalón vaquero que tanto detestaba. No sé si conservaría todo su pelo que, de ser así, sería blanco pues tenía bastantes canas ya de joven. Si no hubiera muerto prematuramente, yo habría seguido pareciéndome a él. Pero los muertos son descuidados y van a lo suyo. Durante bastante tiempo estuve enfadada con él por haber muerto, por haberse ido a la francesa, sin avisar. En el fondo de mi corazón, sigo enfadada, ya no con él ni con nadie en particular, y quizá contrariada más que enfadada. Su hueco no lo podía llenar nadie. Sus gestos casi los he olvidado. Mi madre lo quiso mucho, pero no me habla bien de él, y eso me duele. A veces echo en falta a alguien que honre su recuerdo, que mencione su generosidad, su sonrisa un poco triste, su forma de silbar o de imitar la sirena de los barcos entre la niebla. Si pudiera volver al pasado, me aseguraría de que ningún disgusto rompiera su corazón.

HERALDO DE ARAGÓN (19-3-2019)

UNA BARANDILLA

Decidí no tomar las uvas para empezar el año. No fue por la influencia de la reciente campaña de la DGT, que había oído en la radio. Que decía algo así como que ni las uvas, ni llevar lencería roja, ni los anillos de oro en el champán podrán salvarte la vida en la carretera. No tomar las uvas sería una especie de desafío. Y me las comería todas si había que hacerlo. Tampoco me pondría la liga roja en el muslo izquierdo, como hacía antes, porque no sé adónde fue a parar. Era además un accesorio ridículo, la verdad. Las tradiciones, cuando se convierten en supersticiones, me hacen sentir un poco estúpida. De mis adentros sale entonces la escéptica que suelo mantener a raya. Pensé que el año había que empezarlo sin miedo. Mirando hacia el precipicio. Por la cabeza me rondaba una frase de Fernando Sanmartín, de su último libro, “y pienso que la vida es estar siempre asomado a muchos acantilados”. Hay frases reveladoras. “Frases que son como una barandilla. Para estar asomado”. El libro de Fernando Sanmartín se titula “Ciudades que se posan como pájaros”. Un bálsamo. El año hay que empezarlo haciendo algo nutritivo para el espíritu. Algo sustancialmente bueno. Un buen libro, un paseo por la montaña con una buena amiga y dos perros. Algo así. Algo que nos infunda una tranquilidad verdadera. Le pido al nuevo año un lote de tranquilidad generalizada. Una barandilla. La crispación del 2017 no debería continuar. Es buena señal, me digo, que el año haya empezado en lunes. 

HERALDO DE ARAGÓN (2-1-2018)

MARAVILLOSA BANALIDAD

“Lo que da trascendencia al arte es la maravillosa banalidad de lo cotidiano”, dice Nélida Piñón cuando la entrevistan por su libro “La épica del corazón”. Solo por esa frase presiento que tendré que leer a la autora brasileña. Esa maravillosa banalidad viene a casa en forma de tarros de mermelada. Mi amiga Rosa Garza hace mermelada de albaricoques de su pueblo, también de manzanas reinetas, de peras de don guindo y de ciruelas claudias. Pongo los tarros alineados sobre la encimera de la cocina y los observo como si fuesen obras de arte. Sé que esa mermelada contiene algo más que frutas, azúcar y mucho amor. Para no caer en la cursilería más estrepitosa citaré de nuevo a Nélida Piñón: “Las pequeñas cosas, aunque la gente no se dé cuenta, son de una esencialidad trascendente”. Su voz es potente, muy potente, tratándose de una mujer de más de ochenta años. Cada otoño, Rosa Garza nos regala sus mermeladas y melocotones en almíbar. Yo le voy guardando los tarros vacíos para la próxima campaña. De varios tamaños. Algunos conservan las etiquetas rotuladas a mano con el año de producción. Y es como si fuéramos datando nuestra amistad. Es domingo. Ya es la hora del aperitivo y nos preparamos un negroni con vermú de Morata de Jalón. El sol de noviembre, el más dulce del año, entra hasta el fondo de la cocina con mucho atrevimiento. Tengo los cristales hechos una guarrería, pero no comento nada porque llevamos un rato calladas. “Lo cotidiano es lo que sustenta lo heroico”, sentencia la brasileña. 

HERALDO DE ARAGÓN (21-11-2017)

EL MOLINILLO

 

El mercadillo de San Bruno estaba muy animado. Libros, alguna antigüedad, bisutería y alimentos, furufalla diversa, todo se ordenaba con naturalidad en la plaza, sobre las ruinas romanas del subsuelo. No se veían turistas. Sabía que encontraríamos a algún amigo que también tiene la costumbre de dar ese garbeo y comprar un par de libros. Algunos vendedores tenían cara de frío. Se quejaban del frío inusual y de vender poco. A mi lado, Antoine y Cuchi hablaban de la “gravitas romana”, esa virtud que une sentido de la responsabilidad, rigor, y capacidad resolutoria. Me puse a curiosear en un puesto cualquiera. Una mujer de cierta edad, con un molinillo de pimienta en la mano, dio un respingo cuando le pidieron cien euros porque la pieza era de porcelana buena. El molinillo pasó entonces a manos del vendedor, que hizo girar su pequeña manivela dorada para demostrar que además funcionaba. Me quedé mirando, como hipnotizada, ese giro maravilloso que reflejaba la luz del sol. Y el tiempo casi se detuvo. Vi que todo giraba muy despacio, cada vez más despacio. Quizás un milagro estaba a punto de suceder. Quizás el tiempo llegó a detenerse realmente durante un instante. En ese arrebato místico me sentía muy feliz hasta que pensé que podría tratarse de algo parecido al ojo de un huracán. Saldría todo por los aires en cualquier momento y se desbordaría el Ebro. Gravitas romana, porcelana buena.

 HERALDO DE ARAGÓN (12-9-2017)

 

 

 

VERMÚ REMOLACHERO

El rojo es mi color favorito. Bueno, en realidad es el color favorito de mi hermano. Él siempre ha tenido las cosas más claras que yo y es más optimista. Y, a veces, le hago caso. También me gustan el amarillo, el violeta, y el resto de los colores, según el día. Pero un toque de rojo siempre anima mucho. La tierra roja me fascina. Disfruté en las laderas del Teide y he disfrutado este fin de semana de las tierras del Jiloca, de sus torres mudéjares rojizas y del castillo de Peracense. Nunca había subido hasta allí, hasta  esa mole rocosa sobre la que se asienta el castillo del mismo color que la arenisca roja. Al bajar del coche, todo olía a romero, a ajenjo, a tomillo, y hasta me parecía oler a incienso. El castillo se alza a 1365 metros de altitud y las vistas no podían defraudar. Luego paramos en Calamocha a tomar un vermú. No pude resistirme al ver un cartelito que decía “vermú remolachero”. No me pareció distinto a otros vermús, ni pude averiguar el origen del apelativo. Comprobé, sin embargo, que el fondo del vaso estaba completamente rojo cuando apuré la última gota, frente a la iglesia. A través del cristal teñido vi unas nubecillas altas sobre el cielo morado. Vi a un grupo de señoras salir de la misa de doce como si formasen una cofradía. Vi a Antoine leyendo la prensa muy concentrado. Y enfocando hacia el horizonte, también vi el castillo de Cutanda construyéndose en el aire.

HERALDO DE ARAGÓN (8-8-2017)

CUADERNO MALAYO

A veces, al regresar de un corto viaje, tienes la sensación de que alguien ha estado en casa aprovechando vuestra ausencia. Una especie de malestar difuso se instala en el cerebro cuando ves tus gafas de lectura colocadas boca abajo. Desde que llevas gafas tienes la precaución, casi manía, de que los cristales no se rocen con las superficies de las mesas. Luego ves que te dejaste un armario abierto y te quedas un rato pensando cosas raras. No soy demasiado paranoica pero empiezo a sospechar que quizás, con la edad, ni siquiera podamos librarnos de los males más insospechados. La locura es uno de mis mayores miedos; el miedo a la locura es el único de mis miedos que no me puedo permitir. El malestar aumenta cuando voy a poner una colada y el mando de las revoluciones, siempre fijo a 800, se ha movido a 600. Un sudor frío me cae por las sienes. Junto al ordenador, un pequeño gnomo muy feo que salió de sorpresa en el roscón de Reyes, está tumbado boca arriba. Parece que se está desternillando de risa el gnomo feo. Lo enderezo y decido pasar de él. Abro un precioso cuaderno de tapas duras que mi amiga Rosa me ha traído de Singapur. Paso las hojas en blanco como si hubiese una respuesta entre sus delicadas rayas de color vainilla. La belleza del cuaderno malayo y la sonrisa de mi amiga Rosa consiguen devolverme la calma. Nada está escrito. Soy dueña de mi futuro y de todos mis miedos. 

HERALDO DE ARAGÓN (25-7-17)

GIRASOLES VIEJOS

Lo viejo vende más que nunca, dice un típico artículo de suplemento dominical. Se refiere a prendas usadas que puedes encontrar en tiendas de segunda mano. Soy asidua de ese tipo de comercio y suelo comprar ropa que aún conserva cierto perfume. Imagino a quién podría haber pertenecido un vestido de verano con estampado de girasoles que cuelga en una percha de mi armario desde hace unos días. Casi con toda seguridad no lo llegaré a estrenar. Me está demasiado justo y es demasiado corto. Se lo dije a la encantadora mujer que me lo vendió, en una tienda en la que me gusta curiosear. Lo compré de todos modos porque nada más ver la tela retrocedí unos cincuenta años en el tiempo. Mi madre nos mandó hacer, a mi hermana y a mí, vestidos de verano iguales al que ella llevaba. Por entonces se acababa de estrenar la película de Vittorio de Sica con Sophia Loren y Marcello Mastroianni. Esa película, “Los girasoles”, trataba en realidad de la nostalgia de lo que no existió. Para mí esos girasoles son el anti big bang, una especie de tregua a la agotadora expansión del universo. Quiero decir que, más que nostalgia, siento que hay ciertos objetos que tienen la capacidad de detener, o al menos contener, la avalancha del tiempo. Los estampados florales me gustan de toda la vida. Mi nuevo vestido de girasoles viejos está solo un poco rozado.

HERALDO DE ARAGÓN (4-7-17)

VENTANAS

Sopla un viento feroz, no muy frío, quizás fagüeño, y las nubes corren como huyendo del ocaso. Me asomo a la ventana y disparo una foto que sale muy “birriosa”. Limpio las gafas con el borde de la camiseta y me quedo un rato mirando los ciruelos rojos que se agitan como algas bajo el mar. Ya casi nadie pasa el rato asomado a la ventana, dice mi madre mientras nos acodamos en la barandilla con el único propósito de ver pasar a la gente. También pasan coches, autobuses, muchas motos –cada día más, según sus observaciones-, y algunos turistas se detienen en la esquina de la calle Mayor para fotografiar la torre de la Magdalena. De vez en cuando cruzamos la mirada con José Mari, que vive enfrente y sale poco a la calle. Le saludamos con la mano y nos devuelve el saludo con una gran sonrisa. No nos ocultamos tras los visillos. Me viene a la cabeza la novela de Carmen Martín Gaite “Entre visillos”, que fue premio Nadal en 1957. Y su libro “Desde la ventana: Enfoque femenino de la literatura”, publicado en 1992.  En palabras de la autora, la ventana es el puente tendido entre las orillas de lo conocido y lo desconocido, es un punto de partida, una atalaya doméstica. La ventana simboliza lo fronterizo, el límite entre lo familiar y lo inexplorado. En esa frontera nos sentimos a gusto mi madre y yo. Vemos también la luna creciente colgada entre dos aleros, y las estelas rojizas de los aviones que viajan hacia el suroeste. 

HERALDO DE ARAGÓN (2-5-2017)

UN ÁRBOL SINGULAR

Había un enorme cedro del Himalaya en el patio de mi colegio. Estaba en una esquina, cerca de una tapia por la que sobresalía como un gigante. Bajo su sombra nos columpiábamos y yo me dejaba matar jugando al “balucón” contra las internas vascas. Estábamos muy orgullosas de ese árbol centenario las chicas del pueblo porque parecía salido de un cuento fantástico y nos protegía. De camino al colegio, por una carretera comarcal poco transitada y bordeada de castaños de indias, nos entreteníamos recolectando castañas que luego decorábamos con rotuladores de colores. A veces, con la llegada del buen tiempo, preferíamos volver por el camino de Alméndora, que estaba sin asfaltar. Ni a nuestras madres ni a las monjas les gustaba que fuéramos por ese camino. Imponían la carretera porque era preferible ser atropelladas a ser violadas. No lo decían así de claro pero se rumoreaba que había pervertidos, exhibicionistas, lobos que salían al encuentro de las caperucitas. De cuando en cuando nos deteníamos a comer alguna manzana o algún melocotón áspero de los árboles que parecían no pertenecer a nadie. Veinte o treinta años después el camino de Alméndora se convirtió en una calle asfaltada para una urbanización de chalés que se construyó de la noche a la mañana. Ya no quedan frutales, ni sobrevivió el colegio, que ahora es otra cosa. Pero el cedro del Himalaya sigue ahí, como mi amor por los árboles, como la castaña seca en la que aún se lee “año1974”.

 HERALDO DE ARAGÓN (28-3-2017)

GRAVEDAD PERMANENTE

Yo tenía una amiga aparejadora que hacía tasaciones inmobiliarias además de obras. Se movía con gran naturalidad en un mundo de hombres y andamios. Le gustaban los coches deportivos. Cuando bajaba las ventanillas, su larga melena negra flotaba en el aire, como las canciones de Franco Battiato que ella cantaba en italiano aunque la versión fuera en español. Yo no podía conducir y mi melena nunca fue tan larga. A veces la acompañaba si tenía que hacer alguna tasación fuera de Zaragoza. Ella era de ciudad y yo de pueblo. Corríamos con su deportivo plateado por carreteras secundarias que a mí me resultaba familiares. Creo que fue hacia 2001 cuando la acompañé a la localidad de Sena. Habíamos quedado en una gasolinera con el encargado de las naves que teníamos que tasar. El encargado nos montó en un todoterreno que subía como al trote por una pista que llevaba hasta las inmensas naves de cerdos. El encargado, o lo que fuese, parecía muy orgulloso de aquel imperio porcino. Su acento era marcadamente catalán. Casi todos los trabajadores venían de Lérida, dijo cuando le pregunté si allí trabajaba gente de Los Monegros. Todo aquello pertenecía a Guissona. Mi amiga aparejadora tomaba notas. Hicimos las mediciones y muchas fotografías. Los cerdos parecían felices. De vuelta en la gasolinera, el encargado, o lo que fuese, desapareció antes de que pudiésemos demostrarle lo bien que cantábamos “Busco un centro de gravedad permanente”. 

HERALDO DE ARAGÓN (7-2-2017)

OTOÑOS

Las golondrinas se fueron sin despedirse. Me habría gustado verlas partir. No es que eche de menos su algarabía continua por encima de los tejados. Pero se impone el silencio al atardecer, el ulular del viento anuncia la llegada del mal tiempo, y siento un poco de nostalgia de las tardes de verano. El invierno se me hará largo, lo presiento. Me resisto a guardar las sandalias y los pies se van quedando fríos. Siempre intento aguantar hasta el Pilar. He sacado del armario, eso sí, la manta con estampado de piel de vaca de todos los inviernos. Hemos encendido la chimenea, que no acababa de prender, como si hubiese olvidado su cometido. Los amigos de Arándiga han vendimiado unas pocas uvas hijas de la sequía porque no hacerlo sería un acto de cobardía. Cuando las uvas dulces van por el aire el otoño se rompe de parte a parte, sigue cantando Labordeta. La luz de septiembre adquiere una inclinación y una brillantez perfectas para destacar los volúmenes del paisaje. Me duele la garganta. En la lista de la compra apunto varias novedades editoriales que me llaman la atención. Ya me veo en el sofá, frente al fuego, leyendo “Vaciar los armarios” de Rodolfo Notivol, “Patria” de Fernando Aramburu, y “A contraluz” de Rachel Cusk. Estoy pasando el aspirador cuando descubro una pequeña sargantana que se ha refugiado bajo el quicio de una puerta. También presiente la llegada del invierno y paso de largo para no dañarla. Espero verla dentro de unos meses. Espero también que ella pueda verme a mí y me salude.    

HERALDO DE ARAGÓN (27-9-2016)

AROMAS

Una de mis mejores amigas va a ser madre. Pongo mi oído en su vientre, como si espiara a un vecino a través de una pared, y me parece oír el latido de un corazón chiquitín. Estamos en el campo, de pie bajo un ciruelo de dulce aroma. Nos hemos puesto sombreros y gafas de sol. Posamos sonrientes para la cámara. Me da un poco de reparo mostrarme demasiado feliz. Como soy de naturaleza desconfiada tengo miedo de que los hados puedan arrebatarme este instante de felicidad si la exhibo descaradamente. Cruzamos el río Aranda y seguimos hasta la Juntura con el río Isuela. Un par de niños juegan en el agua con barquitos de plástico que ponen sobre la corriente y recogen un poco más abajo, casi donde muere el río. El agua del río Isuela es más clara que la del río Aranda. Por las alturas planean majestuosos buitres de alas brillantes que me hacen pensar en los ángeles cinematográficos de Wim Wenders. Es uno de esos momentos en los que querría ser capaz de pronunciar una frase elocuente, profunda y filosófica, pero lo único que se me ocurre es preguntar a uno de los niños si el agua está muy fría. El niño me mira extrañado. Está normal, responde con cierta displicencia. Mi amiga dice que huele a hierbabuena. Desde que está embarazada su olfato se ha agudizado, y el mío también. Hay tanta vegetación a nuestro alrededor que nos cuesta dar con la planta aromática. También huele a río, a melocotones, a hinojo y a eternidad. 

HERALDO DE ARAGÓN (23-8-2016)

OCHENTA AÑOS Y UN DÍA

Hace 80 años y un día mi abuela empezó a escribir un diario que empieza así: “Es el cumpleaños de Dorita. Hace seis años. Lo celebramos toda la familia. A las doce, después de la sobremesa, Alfredo se acuesta. Lorenzo pone la radio. Luego nos da la noticia de la sublevación en Sevilla. Cada media hora dan noticias, pero son algo confusas”. Era el 18 de julio de 1936. Dorita era la hermana mayor de mi madre. El diario continúa hasta el final de la guerra, cuando mi abuela consigue reunirse con su familia después de tres años de separación. Hace tiempo pensé que el diario se podría publicar con el título “La guerra sola”. Como portada mi primo Alfredo, hijo de Dorita, propuso una fotografía de mi abuela caminando sola por alguna calle de Barcelona. Allí pasó parte de la guerra, siempre vigilada por ser la mujer de un supuesto fascista. Mientras tanto, mi abuelo trabajaba en una farmacia de la calle Alfonso de Zaragoza pensando que mi abuela estaría muerta. Lo cierto es que es raro que sobreviviese. Cerca de Lérida, cuando intentaba una vez más llegar a Zaragoza, la acusaron de espía porque la veían “tomar notas” en su diario. Más adelante, en mayo de 1938 escribe: “Me despierto con el tronar del cañón y me paso el día oyendo lo mismo más la aviación. No me extraña que mi corazón esté endureciendo. No me da miedo nada, solo los hombres, me dan horror, cuando pienso lo que pasé en Lérida se me hiela la sangre. En aquellos momentos solo pensé en vivir para ver a mis hijas”. En 1941 nació su tercera hija. Nunca volvió a nombrar la guerra. 

HERALDO DE ARAGÓN (19-7-2018)

 

ZARZAS

La juntura de los ríos Aranda e Isuela, en el término municipal de Arándiga, es uno de esos parajes bucólicos que recuerdas sentada en el sofá de casa al notar que tienes que descansar la vista. Soy torpe y miedosa cuando se trata de caminar por el campo, fuera de los caminos, por ribazos y taludes llenos de zarzas que se enganchan en la chaqueta y hasta en los cordones de las zapatillas. Remontando el río por la orilla me parece haber vuelto a mi infancia junto al río Tirón, afluente del Ebro. Revivo el miedo a caerme, a torcerme un tobillo y a que salga alguna culebra de agua o cualquier otra alimaña. Sin embargo, superar los miedos tiene sus recompensas. Puedes ver saltar una trucha en el agua y escuchar el melodioso canto de algún pájaro escondido entre la vegetación. O puedes descubrir una antigua fuente que en Arándiga llaman “la fuente de mi lugar”, y que podría ser medieval o incluso romana. La fuente no mana agua y está casi oculta entre zarzas. Parece una fuente encantada. Como no llevo cámara ni móvil tengo que asegurarme de no olvidar esa fuente seca que, no sé por qué motivo, me parece importante. Explicar o fotografiar la naturaleza, tal como la sentimos, es realmente difícil. Llevo en la mano, arañada por las zarzas, un ramo de beleño negro que crece cerca de la fuente de mi lugar. “Y la zarza trepadora podría adornar los salones celestiales”, dice un verso de Walt Whitman. 

HERALDO DE ARAGÓN (12-4-2016)

DA CAPO

El año hay que empezarlo trabajando, suele decir mi primo Alfredo, que no conoce la pereza y huye de los destinos exóticos en vacaciones. La primera mañana de 2016 la pasé en la cocina mientras escuchaba en la radio el concierto de Año Nuevo. En el salón la tele también retransmitía el concierto con varios segundos de retraso respecto a la radio. Así que cada vez que iba de la cocina al salón, donde la pantalla del ordenador parpadeaba como enviando señales de atención, parecía que retrocedía en el tiempo y que podía cambiar el curso de los acontecimientos. Sé que mi primo se refería a trabajar en cosas importantes, ante el caballete en su caso, o escribiendo en el mío. Por eso me di una pequeña prórroga para centrarme y, al día siguiente, terminé un cuento que tenía prometido a Marina Heredia, editora de Los libros del Gato Negro. Ya no hago propósitos de Año Nuevo más allá del día a día. No les pido a los Reyes Magos cosas que yo misma no pueda llevar a cabo. Yo solo pido un poco más de tiempo y, puestos a pedir, poder retroceder unos segundos y aplicar la prudencia y la templanza que puedan haberme faltado en los malos momentos. Y siempre hay una segunda oportunidad. El cuento no me quedó tan mal. El comienzo de año, igual que cada lunes, me gusta por la energía implícita que contiene. Es como volver al inicio de la partitura donde dice “da capo” (“desde el principio”), y poder interpretarla mejor.

HERALDO DE ARAGÓN (5-1-2016)

PAPEL EN BLANCO

Son las cinco de la mañana. Oigo el riachuelo que pasa bajo mi ventana. Oigo también el motor de la vieja nevera Edesa que tiene más de cuarenta años. Y oigo mi propio corazón latiendo a gran velocidad. Me he levantado hacia las tres porque no podía dormir. La montaña irradia un silencio intergaláctico. Anoche cené con mi amiga Lola Aventin, que me había invitado al club de lectura de su fantástica biblioteca-palacio en Benasque. Lo pasé muy bien. Gente estupenda. Me sentía feliz a la hora de ir a la cama y luego, sin embargo -o quizás a causa de esa felicidad- vino el insomnio. La nieve, en lo alto del macizo de Cotiella, refleja la luz de la luna y creo que no hay paisaje nocturno tan sobrecogedor como este. La noche es muy larga en la montaña. Esta noche la nieve es como un papel en blanco que incita a escribir una confesión. Por eso no puedo dormir, claro, porque tengo que decir la verdad, porque no se puede escribir cualquier cosa en la nieve. Pero antes haré un buen café y lo tomaré con pastas. Luego encenderé la chimenea y releeré un poco a la Marquesa Colombi. El café puede que lleve meses, o años, en el apartamento. Pero aún estará potable, me digo pensando en lo bien que se conserva todo en esta atmósfera inerte, a 1540 metros de altitud. Incluso los recuerdos se conservan intactos -qué raro-, cristalizados como las risas de mis padres cuando eran felices y la Edesa no hacía ruido.

HERALDO DE ARAGÓN (8-12-2015) 

GRANADAS

En un huertico urbano que en realidad era un solar edificable que nunca se edificó, mi abuela se empeñaba en cultivar espárragos incomestibles. Un año plantó un chito de granado. Se lo trajo de algún sitio una vecina que quiso repartir varios esquejes entre sus amigas. Sólo el granado de mi abuela agarró. Tendrá treinta o cuarenta años. Mi abuela murió y también murió mi tía Dorita. El huerto ya no lo cultiva nadie, ni siquiera lo ve nadie. Entre esas cuatro paredes de piedra, completamente ajeno al devenir del mundo, el granado sigue creciendo en un rincón. Mi tía Amanda, la pequeña de las tres hermanas, aún se preocupa por las cosas de la familia. Llega a Lanaja y se acerca al huerto que ahora pertenece a sus sobrinos. Descubre con alegría que el árbol está cargado de frutos. Llena dos bolsones y reparte las granadas entre familiares y vecinos. Ese hermoso gesto se me figura como una especie de eucaristía laica. Las granadas representan el espíritu de los que se fueron dejándonos desolados y entristecidos. Me como una pequeñita grano a grano. Las granadas tienen propiedades medicinales. Son antioxidantes, diuréticas, ricas en vitaminas y minerales, y buenas contra el colesterol. Para mí tienen, además, propiedades balsámicas contra el desconsuelo. Dejo tres en un frutero como decoración. Se van secando lentamente sin llegar a pudrirse, sin perder su apariencia. También por dentro se van secando las penas.

HERALDO DE ARAGÓN (13-10-2015)

 

 

UNA ESTRELLA FUGAZ

Pasaron las Perseidas. No las vi. Pensaba en ellas con cierto pesar unos días más tarde. Estábamos en Soria y me había zampado un torrezno suculento y pecaminoso antes de ir a dormir. El torrezno brincaba en mi interior como un saltimbanqui enloquecido y me produjo terribles pesadillas. Perdía por completo la visión del ojo derecho y desperté angustiada. Abrí la ventana de la habitación, que daba a un amplio patio de manzana oscuro como boca de lobo. Alcé la vista al cielo. El fresco aire soriano me sentaba bien y estuve un rato así, contemplando el firmamento por si alguna Perseida rezagada tenía a bien pasar en ese momento. Y así fue, la vi en seguida, de sur a norte, o de norte a sur, quién sabe. A la mañana siguiente, paseando por el centro de Soria, era constante la presencia de Leonor Izquierdo dondequiera que nos llevaran nuestros pasos: la iglesia en la que se casaron el poeta y la niña de quince años–los abuchearon a la salida de la ceremonia-; la pensión donde se conocieron; el cementerio en el que está enterrada. Y unas horas más tarde, ya de regreso hacia Aragón, paramos en Almenar atraídos por un bonito castillo que se veía desde la carretera. Me quedé boquiabierta al ver en la fachada del castillo una placa que decía: “Aquí nació Leonor, esposa breve y musa permanente de Antonio Machado”. Pasó una estrella fugaz y las golondrinas regresan ya a sus cuarteles de invierno en África.

HERALDO DE ARAGÓN (18-8-2015)